Como influyo el cristianismo en el surgimiento del arte paleocristiano


Surge como manifestación estética del Cristianismo a partir del desarrollo de éste como consecuencia de la crisis del siglo III, que implica la ruralización de la economía, el caos político y la crisis de unos valores tradicionales en una época de miedos, guerras y enfermedades que favorece la proliferación de las supersticiones, el misticismo y la creencia en religiones como la cristiana que participan de un futuro mejor de salvación para sus fieles.
Por eso, frente al arte clásico que es reflejo del equilibrio, la perfección y el antropocentrismo racional, el nuevo arte es idealizado, simbólico y expresivo, en un intento por significar la presencia divina. Es cierto que desde el punto de vista formal se mantienen muchos recursos y soluciones técnicas del arte romano y griego, pero su intencionalidad difiere mucho de ser la de reafirmar la realidad del hombre, concibiéndose como un arte ideográfico e intelectual a partir del cual es posible alcanzar la salvación cristiana. Lo cierto es que el arte paleocristiano no depende absolutamente del arte romano, pero tampoco supone una ruptura definitiva respecto a aquel, de ahí que algunos historiadores hayan hablado de él como de un “arte romano bautizado”.
La arquitectura.
La basílica.

Durante el periodo de clandestinidad tiene sus primeras manifestaciones en las catacumbas, sin que puedan ser consideradas edificaciones en sentido estricto. Pero es a partir del siglo IV (tras el Edicto de Milán del 313 que toleraba la religión cristiana) cuando se plantea por vez primera la necesidad de contar con un edificio propio para la celebración del ritual litúrgico. La ausencia de ejemplos precedentes conduce a la utilización del modelo basilical como prototipo para el nuevo templo cristiano. No debe extrañarnos, considerando sus posibilidades funcionales y simbólicas.
La basílica se concebía como un edificio longitudinal de planta rectangular, dividido en naves separadas por columnas, al fondo de la central –siempre más alta y ancha- se disponía el ábside para el altar. Desde el punto de vista funcional, la basílica permitía la compartimentación de los espacios siguiendo la jerarquización cristiana: obispo, presbíteros, diáconos, laicos y mujeres; desde el punto de vista ideológico, la planta rectangular se convertía en recuerdo de la Jerusalén Celeste apocalíptica y la distribución de las naves en la vía de salvación que propone el cristianismo y en imagen de la cruz, símbolo de Cristo. Se conseguía así una doble combinación ética-estética que daba lugar a una “arquitectura moralizada”, en la que intervenían de igual modo el arquitecto y el teólogo, muy alejada de los antiguos templos de las celebraciones paganas.

En Occidente se construyen durante el siglo IV las basílicas de S. Juan de Letrán y S. Pedro del Vaticano, totalmente remodelada la primera en época barroca y derribada la segunda durante el Renacimiento para construir una nueva. Al siglo V, durante el pontificado de Sixto III, pertenecen las basílicas de Santa María la Mayor, Santa Sabina o San Pablo.


En Oriente, el alejamiento de Roma da lugar a modelos políticos y culturales cada vez más independientes. Además, la proximidad de los lugares santos se traduce en edificios innovadores que expresen la magnificencia del lugar sobre el cual se asientan. Tal es el caso del edificio del Santo Sepulcro en Jerusalén donde se combinan el concepto basilical con el principio del mausoleo circular para expresar un axioma moral. Del mismo modo el monasterio de San Simeón el Estilita, responde a un criterio de síntesis entre lo longitudinal y lo central que da lugar a arquitectura muy compleja sin apenas continuidad en ejemplos posteriores.
Las artes figurativas. El nuevo repertorio iconográfico.
Los dos primeros siglos del Cristianismo se caracterizan por la ausencia de representación de imágenes de culto, siguiendo el iconoclastismo expresado en el Antiguo Testamento y la opinión de autores como Tertuliano, para quienes las imágenes constituyen un “adulterio de la verdad”. A partir del siglo III, coincidiendo con la difusión de la religión cristiana comienzan a aparecer las primeras muestras iconográficas en escultura y pintura.
Las manifestaciones escultóricas se vinculan a los frontales de sarcófagos, que conocen un notable desarrollo como consecuencia de la importancia que adopta para el cristiano la muerte como tránsito hacia una vida mejor. Las imágenes de estos sarcófagos son por ello transmisoras de un mensaje de fe y esperanza sobre la vida inmortal, aunque en muchas ocasiones sean deudoras de la técnica y el estilo de la estatuaria clásica romana. Se observa además en ellos una interesante evolución desde los sarcófagos de strygilos, a la organización en friso con una imago clipeata (retratos enmarcados por un clípeo) central o cobijando las escenas y figuras sobre arquitecturas clasicistas.
Las manifestaciones pictóricas se asocian frecuentemente a las catacumbas, cuyas imágenes guardan relación con las verdadera vida: aquella que aguarda tras la muerte, una vez alcanzada la justicia divina. En un primer momento mediante signos ambiguos, como el pez, el pavo real, la vid… que sugieren una interpretación religiosa, o el crismón, que se identifica con las iniciales de Cristo; más tarde, con alegorías mediadoras entre el cielo y la tierra, como el Buen Pastor; finalmente mediante imágenes más conceptuales –como la Orante- que se identifica con la propia Iglesia como medio para la salvación de las almas

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