Concepto de habito moral


CAPÍTULO 8:


LOS HÁBITOS INTELECTUALES Y MORALES


El concepto de naturaleza se refiere tanto a aquello con lo que nacemos (naturaleza esencial o primigenia)
Como a aquello que llegamos a ser porque lo hacemos ser en nosotros, obrando. Esta última naturaleza, que supone la activación operativa de la primera, es a la que en el lenguaje aristotélico se designa como segunda naturaleza, y se constituye como el sedimento que en nosotros resulta de los hábitos operativos, la huella que nos deja nuestro modo habitual de obrar, y que podemos describir como una cierta prolongación ergonómica de nuestro ser, pues hace visible lo que hemos llegado a ser como resultado de un trabajo prolongado y costoso.

El ser humano es resultado, por una parte, de una iniciativa, gratuita, que él mismo no ha tenido. Por otro lado, también somos en cierto modo lo que llegamos a ser, y lo que libremente nos hacemos ser. Somos lo que decidimos ser, pero sobre una base, fáctica, que no hemos decidido nosotros, nos la hemos encontrado hecha (naturaleza primigenia: fecha de nacimiento, sexo, filiación, patria, etc.)

Eso que está hecho en nosotros, pero no por nosotros, esa hipótesis sustancial de lo que somos es lo que nos confiere la posibilidad y necesidad de hacer nuestra propia vida, en lo que de nosotros depende. Nadie decide sobre esa hipótesis sustancial de lo que somos, pero todos decidimos desde ella.

Lo más importante de mi propia identidad biográfica es lo que, a partir de esa naturaleza primigenia, queda conformado como segunda naturaleza, es decir, como lo que llego a ser a partir de lo que me hago ser, obrando.

La segunda naturaleza sólo puede ser un desarrollo de la primera. Desenvolverse como ser humano sólo es posible para quien ya es humano, aunque siempre se es de manera inacabada y perfectible, ya que el hombre es un ser libre que siempre puede ser más de lo que es.

Lo más importante de la educación estriba en ayudar a ese crecimiento o expansión del ser-persona de cada persona humana, lo cual comienza por aceptar el propio ser que ya se es, y no vivir enemistado con él. Como dicen los griegos hay que llegar a ser amigo de sí mismo.

Hay que comportarse humanamente, el ser humano es el único animal que puede, ya que es libre, comportarse inhumanamente. Esto implica que el bien moral tan sólo puede resultar de la libertad.

Este tipo de conducta reduplicativamente humana se la supone de alguien que ya es hombre y que está llamado a completar su humanidad operativamente. El hombre sólo puede practicarla de forma libre y propositiva, es decir, haciéndose cargo de quién es realmente, y asumiéndolo también como tarea; en una palabra, proponiéndose obrar como lo que es. El hombre necesita saber lo que es para serlo (Choza 1982) y también necesita proponérselo.

Eso de ser hombre no sale solo por lo que hay que hacerlo salir (educando). Kant (1983) describía la educación como «humanización del hombre».

Como hemos dicho, el hombre siempre es un ser inacabado (no nace entero ni termina nunca de enterarse). Para ayudar a crecer a una persona como persona (esencia de lo educativo) es menester hacerse cargo de qué es ser persona, y, en función de lo que es, qué puede dar de sí.

A continuación se tratará de dar respuesta a las siguientes preguntas:

1) Qué es ser persona:

Según Boecio (s.V) la persona es una «sustancia individual de naturaleza racional». En ella quedan destacados dos elementos:

 –
La persona es un centro ontológico subsistente, intrínsecamente indiviso, pero extrínsecamente dividido de todos los demás, y, como tal, irreductible a una mera colección de personas.

– Su peculiar esencia o naturaleza racional le confiere a la persona la posibilidad y necesidad de abrirse al horizonte en principio irrestricto (absoluto) de lo otro y los otros, es decir, de autotrascenderse.

Dicho de manera escueta: la persona es un «en sí» que, «desde sí», se proyecta relacionalmente «fuera de sí».

Esta doble faceta del ser personal (la mismidad y la alteridad) es la que se pone de manifiesto en la peculiar relación que mantiene consigo mismo (intimidad, introversión) y con lo otro que sí. Ambas relaciones son igualmente constitutivas de la subjetividad, del sujeto personal o «yo»

El «yo» lo podemos describir como un sujeto capaz de entender y de querer libre. Ambas operaciones o capacidades operativas constituyen al yo como sujeto personal, esencialmente dotado para la intimidad y la extroversión (ambas conectadas, ya que sólo desde sí es posible una proyección fuera de sí – nadie da lo que no tienes- ).

A la vez, esas capacidades características de la subjetividad lo son en el hombre a consecuencia de una naturaleza racional que, sin dejar de serlo, se encuentra vinculada a su ser animal. El hombre es animal racional. También la corporeidad que específicamente le conviene constituye una hipótesis sustancial, una condición esencia de su propio ser persona. La subjetividad humana es una subjetividad corpórea, y ello implica un condicionamiento fundamental de toda la actividad propiamente personal, no tan sólo una forma matizada de ejercerla.

La conexión de lo corpóreo y lo espiritual en la persona humana la podríamos llamarla, en términos aristotélicos, «unión hilemórfica». En un ser vivo el alma es el principio vivificador, es el motor inmanente que hace posible los dinamismos propios de la actividad vital, tanto en el nivel vegetativo de las plantas, como el sensitivo de de los animales irracionales o el psiquismo superior de los animales racionales, cuya actividad se nutre del dinamismo y actividad sensitivo-corpórea, pero sin reducirse ni encapsularse en él. El principio vital activo que hace posible el dinamismo vegetativo (por ejemplo, el crecimiento o la reproducción) es el mismo principio que hace posible la vida sensitiva e instintiva, y a su vez el que permite que entendamos y queramos. Pero mientras que las operaciones vegetativas y sensitivas dependen, tanto en su ser como en su desempeño operativo, de la corporeidad, las operaciones propias del psiquismo superior en el hombre dependen de la corporeidad tan sólo en la constitución genética de ellas, pero no dependen de la corporeidad en su ser ya constituidas.

Que el dinamismo psíquico superior en el hombre pueda desenvolverse con independencia (funcional, no genética) del dinamismo corpóreo pone de relieve que el alma humana subsiste a la corrupción del cuerpo.

Lema: el obrar sigue al ser, y el modo de obrar al modo de ser.

Todo esto da por sentado que:

 – El hombre es al más que lo que come.

– La vida humana se abre a un destino trascendente, más allá de la muerte corporal.

La autotrascendencia del ser personal significa que el sujeto está abierto, más allá de sí mismo, al plano de lo otro que sí en una forma tal que puede completar su propio ser con aquello que él no es, con la realidad de lo otro en tanto que otro, en la doble forma del conocer y del querer.

2) Cómo crece la persona:

Esta doble forma de autotrascendencia personal, en el entender y en el querer, implica que el yo es un ser abierto a la posibilidad de un enriquecimiento infinito como persona (siempre podemos conocer más y mejor y querer más y mejor).

A esa capacidad de ir más allá de sí (autotrascendencia), Heidegger se refirió con la expresión «libertad trascendental». La subjetividad humana no está encerrada dentro de los límite de su naturaleza física, sino abierta a la totalidad de lo real bajo la doble formalidad de lo verdadero y de lo bueno. Todo lo real es en principio apto para ser entendido y apetecido.

Dicho no encapsulamiento del yo (esa plasticidad que le hace permeable de todo lo real) es una forma peculiar «de libertad» que concretamente se ponen en acto en la trascendencia, es decir, en el ir más allá de sí mismo. El rango de realidad propio del sujeto racional es aquel que es caracteriza por estar provisto de la aptitud para darse la presencia intencional, no material, de otras realidades distintas de la suya propia.

Aristóteles por otro lado dice que el alma humana es, de alguna manera, todas las cosas, puesto que todas las puede conocer, y, al conocerlas, las «es», en la forma de asimilarlas, hacerlas suyas. A menudo se emplea la palabra «información» como sinónimo de conocimiento. «Informarse» de algo es hacerlo propio, adquirir su «forma».

Conocer algo es una forma inmaterial de serlo (de asimilarlo, de hacerlo mío). La realidad que conozco me informa, de ella y me conforma, a mí (Barrio 2006).

Hay que tener en cuenta, que la asimilación cognoscitiva no puede confundirse con la asimilación, que hago de un alimento cuando me lo como. Aquí se trata de una asimilación material, que supone que lo asimilado deja de tener un ser propio después de la asimilación (el bocadillo que me como deja de ser bocadillo al comérmelo, y pasa a ser parte de mí). Estamos entonces ante un cambio sustancial que supone la deprivación de la forma sustancial para aquello que es asimilado. En la asimilación cognoscitiva, por el contrario, lo conocido no queda deformado (privado de su forma sustancial) al ser conocido, sino que es el yo el que amplía su horizonte ontológico con el ser de lo conocido.

Más que hacerlo mío, al quererlo me hago suyo. Por ejemplo el amor, al amar, la persona en cierto modo se expropia de sí misma, sale de su propio centro vital para dirigirse a la realidad de la persona amada, en un dinamismo centrífugo o extático.


3) Cómo puede consolidarse ese crecimiento mediante la formación de hábitos (clave del crecimiento de la persona) – segundas naturalezas -:

La persona humana es más cuanto más y mejor conoce y quiere. Ser persona significa siempre poder ser más, incrementando con el ajeno el propio ser. La maduración de una persona estribará, entonces, en la provisión de hábitos que la perfeccionan en su entender y en su querer, que le ayudan a pensar y a actuar ordinariamente bien.

Si educar es ayudar al hombre a que se humanice, la tarea educativa en último término ha de consistir en alentar una serie de conductas relativamente coherentes, que den estabilidad y firmeza a un comportamiento que el educador entiende ayuda a que el educando crezca como persona, es decir, que se ajusta tanto a su índole de persona como a la peculiar manera que cada persona tiene de realizar esa índole, digamos, con su propia personalidad.

El hombre, al ser un animal racional, además de estar provisto de instintos está dotado de la posibilidad de suministrarse lo que llamamos hábitos.

Los hábitos son la inteligente consolidación, mediante prácticas prolongadas en el tiempo, de pautas de conducta intelectual y moral que dan estabilidad al comportamiento, y que tienen la apariencia de un automatismo adquirido.

Diferencias entre instintos y hábitos.

– A diferencia de los instintos los hábitos no son innatos, y se adquieren por la repetición de actos.

– Los instintos poseen un carácter fijo y rígido (se desencadenan y desenvuelven siempre de la misma manera) mientras que los hábitos se desempeñan de una forma más flexible y variada (no hace siempre lo mismo ni de la misma manera).

– El hábito se desempeña en un contexto polimorfo.

– Los hábitos a diferencia de los instintos, sólo podemos tenerlos si lo decidimos libremente y ponemos los medios para tenerlos. La única manera de tenerlos es obtenerlos a base de repetir actos. El primero de esos actos exige de nosotros un esfuerzo especial, pero empeñándose uno en ese esfuerzo da un paso decisivo que deja una huella que permite y facilita que haya sucesivos pasos en esa misma dirección (pasos que nos irán costando cada vez menos). Se llegará entonces a un punto en el que sin que deje de costarnos un cierto esfuerzo (sin que hacerlo que sea algo que nos salga de manera espontanea: instintos) nos damos cuenta de que nos encontraríamos raros sin hacerlo.

Una vez que los hábitos se consolidan, proporcionan a la conducta una estabilidad y régimen que hace posible que uno se encuentre más cómodo en esa nueva situación que ha adquirido.

Cuando se es muy pequeño se carece aún de esa capacidad de autodeterminación hacia algo que cuesta un cierto esfuerzo, y entonces se necesita quizá que otras personas mayores (educadores, padres y maestros) empujen un poco al comienzo. Los educadores han de ser conscientes de que esa ayuda es necesaria para obtener hábitos, aunque sea algo costoso, sobre todo a ciertas edades más difíciles. Han de prestarla en forma tal que la persona pueda ir sustituyendo progresivamente esa heterodirección por su propia autodirección ya que un hábito sólo puede obtenerse libremente. Es diferente educar que domesticar.

Cuando los hábitos operativos son buenos se denominan virtudes, y cuando son malos se denominan vicios.

Aristóteles distingue dos tipos de virtudes:

– las intelectuales o dianoeticas: nos ayudan a pensar bien

– Las morales o éticas (nos perfeccionan en el querer).

La virtud, una vez que está bien asentada, los actos congruentes con ella (el discurrir con cordura, o el actuar correctamente) surgen con naturalidad, sin un especial esfuerzo, mientras que los actos contrarios a la virtud encuentran una resistencia casi física. Esto se ve sobre todo en las virtudes morales.

Como dice Aristóteles «la virtud consiste en gozar rectamente».

Para conseguir la virtud hace falta una generosa inversión de esfuerzo inicial: superar la resistencia e imprimir en los primeros pasos un especial ímpetu para que dejen profundamente marcada la huella que facilite y oriente otros pasos en esa misma dirección.

Conseguir una virtud exige, primero una orientación inteligente de la conducta: saber lo que uno quiere y aspirar a ello eficazmente, poniendo los medios. Hace falta emplear un esfuerzo moral, eso que entendemos como fuerza de voluntad.  

Igual que se adquiere un hábito también puede perderse por lo que siempre hace falta un esfuerzo para mantenerlo. Aunque el esfuerzo que hay que hacer para mantener un hábito ya consolidado es menor que el que se necesita para adquirirlo por primer vez.

Al afianzarse una buena costumbre, el comportamiento fluye con espontaneidad, y de ahí que Aristóteles designe las virtudes con el nombre de segundas naturalezas (estas no son innatas, sino adquiridas). Las segundas naturalezas (los hábitos morales, las costumbres) habilitan, cualifican y matizan nuestra propia naturaleza esencial, desarrollándola operativamente.

Los hábitos hacen más habitable la vida humana. En efecto, las costumbres firmemente asentadas en nuestra vida le suministran un cierto arraigo y cobijo, una bóveda axiológica que nos protege de la intemperie y permite que nos sintamos en nuestro sitio, que estemos afianzados de la existencia y que nuestro  pensar y actuar sean estables y coherente, que seamos reconocibles para nosotros mismos, familiares y amigos, no extraños. Por el contrario, para la persona que carece de pautas estables de pensar y actuar (de criterio) su vida está hecha de improvisaciones y bandazos, es encuentran extrañas en sí mismas, no saben de dónde vienen ni a dónde van.


4) Hábito y autodisponibilidad:

Es necesario hacer una inspección más rigurosa de la noción de libertad, y también de sus tipos

fundamentales para evitar el erro de entender los hábitos operativos como enfrentados a la libre espontaneidad y soltura de nuestro ser. Así pues:

  • La libertad electiva puede ejercerse de dos formas: eligiendo hacer algo o no hacerlo, y en caso de decidir obrar, hacerlo de un modo u otro. Para que la libertad electiva pueda ejercerse es necesaria una cierta indeterminación previa. Ahora bien, el mismo acto de la elección implica salir de esa indeterminación, para autodeterminarse precisamente hacia aquello que se elige. La libertad electiva se realiza en la autodeterminación (en el decidirse la voluntad hacia una de las posibilidades que tiene por delante). Al decidirse por una posibilidad, ésta deja de ser mera posibilidad y queda revestida de la necesidad que le otorga el efectivamente haberla elegido. De ahí que la libertad se consume con su usa, pero ese uso es necesario para que la libertad sea real.

El hecho de haber elegido es una cierta limitación de la libertad electiva (Barrio, 1999).

La peor coacción que puede tener una persona no es la dificultad externa para hacer lo que elige, sino la imposibilidad misma de elegir por no ser capaz de superar el miedo al compromiso o al fracaso.

Tampoco debemos confundir la libertad electiva con la espontaneidad propia de los sentimientos. Lo propio de los sentimientos es ser conducidos, mientras que lo propio de la voluntad libre es conducir, gobernar. La voluntad puede estar condicionada por motivos, pero sólo puede ser determinada por ella misma.

  • La libertad moral no es una libertad natural (que se tenga por el hecho de ser persona humana). Esta tiene mucho que ver con la capacidad de querer realmente bienes arduos, difíciles de conseguir. Cuando efectivamente lo son, lograrlos cuesta esfuerzo y exige hacer una cierta violencia a las inclinaciones hacia lo fácil y agradable cuando eventualmente éstas entran en colisión con aquellos. Sin dejar de tener inclinaciones hacia lo fácil y agradable, se trata de no ser tenido o retenido por ellas. Cuando dichas inclinaciones entran en conflicto con un objetivo difícil, que «merece la pena» y que, por tanto, resulta esforzado alcanzar, la libertad moral se describe también como la fuerza moral necesaria para querer realmente, el bien moral arduo. La libertad moral es libertad porque supone la no esclavitud a dichas inclinaciones y es moral porque consiste propiamente en la posesión de las virtudes morales.

La libertad moral se conquista haciendo uso de la libertad electiva. La libertad moral no se consigue, sin más, eligiendo, sino eligiendo bien, y eso hace falta aprenderlo con ayuda ajena y con ayuda de un buen ejemplo.

El uso moralmente bueno de la libertad electiva acaba generando, cuando tiene una pauta estable y coherente, una serie de hábitos que dan a la libertad una cierta necesidad moral. Dicha necesidad moral no resta libertad electiva a los actos que la engendran y, por tanto, los hábitos que la caracterizan, de la misma forma que se obtienen, también se pueden perder. Pero sí que otorgan un peso, una madurez que distingue a la libertad responsable de la meramente veleidosa. La libertad no consiste tanto en hacer lo que me da la gana como en hacer lo bueno porque me da la gana.

El concepto de libertad moral, y su íntima conexión causal con la libertad electiva (si bien se trata de dos libertades distintas) facilita, entre otras cosas, entender que la libertad no queda anulada por la existencia de un orden moral.

El valor de la libertad moral, igual que el de la libertad electiva, es un valor de medio y, por tanto, depende del sentido que a esa libertad se le dé. Ahora bien, si ante la elección el libre albedrío indica que hay una previa indeterminación, la libertad moral señala que no hay indiferencia. Nuestras decisiones no son indiferentes: unas nos humanizan y enriquecen, mientras que otras nos empobrecen como personas. El dominio de sí, por tanto, es resultado de una existencia libremente orientada hacia un sentido; cabe decir que, en cierta medida, es más su efecto que su elemento determinante. De ahí que la libertad moral no pueda entenderse como puro autodominio voluntarista que anula las inclinaciones en busca de la apatía, sino como el resultado de un uso de la libertad electiva acorde con la verdad moral.

Conclusion

Educar, sobre todo, es habilitar la libertad de cada persona para que sea sensible a la llamada de lo valioso, de lo que le ayuda a crecer como persona. El objeto principal de la educación es la ayuda a la humanización de la persona humana, y eso no estriba sólo en que tenga más (medios, talentos, destrezas, etc.) sino en ayudarle a que sea más, hemos de recuperar el concepto de hábito, y el valor pedagógico del esfuerzo por suministrarse hábitos intelectuales y morales que posibilite el desarrollo personal.

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