Sociedad Civil y Cultura Política
La sociedad civil es el espacio autónomo entre el Estado y el mercado, donde los ciudadanos se organizan de forma libre. Incluye ONGs, asociaciones vecinales, movimientos sociales y cualquier red no controlada por el poder político o económico. Existen tres formas de entenderla:
- Una definición amplia (incluye Estado y mercado).
- Una intermedia (excluye al Estado).
- Una restringida (solo incluye asociaciones ciudadanas).
Su desarrollo depende de cuatro condiciones esenciales:
- La existencia de un Estado de derecho (el poder está limitado por leyes).
- Una economía de mercado (libertad económica).
- El pluralismo social (diversidad ideológica y cultural).
- Un libre debate público (sin censura ni represión).
Si falta alguno de estos elementos, la sociedad civil pierde fuerza.
Además de instituciones, se necesita una cultura de la libertad, es decir, ciudadanos que participen activamente y que mantengan valores democráticos en la vida cotidiana. Para ello, son esenciales las virtudes cívicas:
- La justicia (trato equitativo).
- La prudencia (reflexionar antes de actuar).
- La fortaleza (defender la democracia).
- La tolerancia (aceptar lo diferente).
La cultura política, según Almond y Verba (1963), era entendida como un conjunto de valores estables sobre el sistema político. Sin embargo, autores como Rosanvallon, Bernstein y Chantal Mouffe han mostrado que la cultura política evoluciona. Mouffe distingue entre:
- Antagonismo: enemigos irreconciliables, como en una guerra civil.
- Agonismo: adversarios democráticos que debaten.
El antropólogo Victor Turner propuso que los conflictos sociales funcionan como dramas sociales con cuatro fases:
- Una brecha.
- Una crisis.
- Una acción reparadora.
- Una resolución que puede ser reintegración o cisma irreparable.
Ejemplos claros de drama social serían la Transición española (1975-1978) o el Procés catalán (2017).
Formación de la Democracia en España
A lo largo del tiempo, ha habido dos grandes formas de interpretar la historia política española. La tesis del fracaso sostiene que España ha sido incapaz de modernizarse como el resto de Europa, debido a una sucesión de crisis, guerras y dictaduras. Se citan como ejemplos la pérdida del Imperio, la Guerra Civil (1936-1939) y la dictadura franquista (1939-1975). En cambio, la tesis de la normalidad defiende que España ha seguido un camino comparable al de otros países europeos, que también vivieron dictaduras o inestabilidad, como Italia, Francia o Alemania. Desde esta visión, la democracia actual es un éxito histórico.
Una forma útil de analizar esta evolución es el enfoque generacional, desarrollado por Karl Mannheim y adaptado en España por Ortega y Gasset. Este enfoque plantea que cada generación está marcada por el contexto histórico que vive. Hay tres tipos:
- Predecesores: aquellos que dejan un legado.
- Contemporáneos: quienes viven el presente.
- Sucesores: los protagonistas del cambio.
Esto explica cómo cambian las ideas políticas a lo largo del tiempo.
Durante el siglo XIX, varias generaciones clave participaron en la construcción del Estado español. La generación de 1808 impulsó la Constitución de Cádiz de 1812, que establecía la soberanía nacional y la división de poderes, en plena Guerra de Independencia contra Napoleón. Sin embargo, con el regreso de Fernando VII, se volvió al absolutismo.
La generación de 1830 consolidó el Estado liberal, con un sistema parlamentario y libertad de imprenta, pero cometió el error de confundir Estado con gobierno, lo que provocó una inestabilidad crónica: cada nuevo gobierno cambiaba toda la estructura legal.
La generación de 1868-1875 intentó establecer una democracia durante el Sexenio Democrático, pero acabó fracasando. Esto dio paso a la Restauración borbónica, liderada por Cánovas del Castillo, quien estableció un sistema de alternancia controlada entre partidos mediante el encasillado, que manipulaba las elecciones. Aunque aportó estabilidad, era profundamente corrupto.
A finales del siglo XIX, tras la pérdida de las últimas colonias en 1898 (Cuba, Filipinas, Puerto Rico), la generación del 98 entró en una crisis de identidad nacional. Intelectuales como Joaquín Costa propusieron el regeneracionismo, una reforma profunda basada en la educación, la modernización agrícola y la lucha contra la corrupción.
La generación de 1914, liderada por Ortega y Gasset, impulsó ideas de modernización cultural, ciencia y democracia, pero encontró resistencia de sectores conservadores. La inestabilidad llevó a la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930).
La generación de 1936 vivió la Guerra Civil, que dividió a España en dos bloques enfrentados: la República (izquierda, obreros, intelectuales) y los sublevados (Franco, Iglesia, fascismo). La victoria franquista instauró una dictadura que duró hasta 1975.
Tras la muerte de Franco, la generación de 1978 protagonizó la Transición democrática, un proceso pacífico liderado por Adolfo Suárez y el Rey Juan Carlos I, que culminó con la Constitución de 1978, la cual convirtió a España en una monarquía parlamentaria, con libertades públicas, derechos fundamentales y un Estado autonómico. Fue un ejemplo de reforma sin ruptura y es considerada uno de los grandes logros democráticos del siglo XX.
Cultura y Cambio Político – La Dialéctica Reforma / Ruptura
Uno de los grandes debates históricos en la política española ha sido si es mejor cambiar las cosas poco a poco mediante reformas, o si hace falta romper completamente con el sistema anterior a través de una ruptura radical. Esta dialéctica entre reforma y ruptura ha marcado muchas etapas del cambio político en España desde el siglo XVIII.
Durante la Ilustración, algunos pensadores españoles como Feijoo, Jovellanos, Campomanes o Cadalso creían que se podía modernizar España sin necesidad de revolución. Defendían el uso de la razón, la educación y la ciencia para reformar las costumbres, la economía y la cultura, pero sin eliminar la monarquía. Este pensamiento se conoce como reformismo ilustrado, y aunque fue clave para impulsar el progreso, no logró transformar el sistema político.
En cambio, a partir de la invasión napoleónica en 1808, muchos consideraron que solo una ruptura podía cambiar España. Esto dio lugar a la Revolución Liberal, que defendía la soberanía nacional, la división de poderes y la eliminación de privilegios de la nobleza y el clero. El símbolo de este cambio fue la Constitución de Cádiz de 1812. Frente al reformismo, los revolucionarios liberales querían un nuevo sistema político que sustituyera al absolutismo.
Sin embargo, los constantes conflictos entre liberales y absolutistas llevaron a buscar fórmulas de equilibrio, como la doctrina del justo medio, que proponía una monarquía constitucional, un sufragio limitado y el liderazgo de las clases medias ilustradas. Esta vía intentó reconciliar tradición y modernidad para evitar guerras civiles.
Un elemento importante en esta evolución fue el krausismo, introducido por Julián Sanz del Río, que defendía la educación como base de la regeneración social. El krausismo inspiró la Institución Libre de Enseñanza (ILE), que promovía una enseñanza laica, racional y libre, incluso para mujeres, y apostaba por la libertad de pensamiento y el progreso moral. Su influencia se extendió a intelectuales como Giner de los Ríos, Unamuno y Ortega y Gasset.
En el siglo XIX también se produjo una crisis ideológica del Estado, especialmente con la Revolución Gloriosa de 1868, que expulsó a Isabel II. Se intentaron varias fórmulas de gobierno: una monarquía democrática con Amadeo I, una Primera República, un fallido proyecto carlista y finalmente la Restauración borbónica en 1875, liderada por Cánovas del Castillo, quien diseñó un sistema de alternancia que trajo estabilidad, pero sin una verdadera democracia.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, apareció el regeneracionismo, que criticaba la decadencia española tras el Desastre del 98. Joaquín Costa propuso una reforma profunda basada en educación, modernización agrícola y lucha contra la corrupción, incluso recurriendo a un “cirujano de hierro” si fuera necesario. Aunque se intentaron algunas reformas con políticos como Maura o Canalejas, fracasaron por falta de apoyo.
En ese contexto surgió un debate filosófico clave: Ortega y Gasset defendía que España debía acercarse a Europa a través de una élite intelectual ilustrada, mientras que Unamuno veía al país atrapado entre el pasado y el progreso, con una visión más crítica y existencialista. Ambos coincidían en la necesidad de cambio, pero desde perspectivas distintas.
Durante el siglo XX, el sistema entró en crisis. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) fue un intento autoritario de modernizar el país, pero debilitó aún más a la monarquía de Alfonso XIII. En 1931 se proclamó la Segunda República, que intentó una transformación profunda del país. El primer bienio (1931-1933) impulsó reformas educativas, agrarias, militares y autonómicas, pero recibió una fuerte oposición. El segundo bienio (1933-1936) fue más conservador, y aumentó la polarización. En 1936, el triunfo del Frente Popular y el miedo a una revolución provocaron el golpe militar de Franco y el inicio de la Guerra Civil Española.
Este conflicto supuso una ruptura total, con consecuencias duraderas. La dictadura franquista eliminó toda forma de pluralismo y bloqueó el desarrollo democrático. No fue hasta la muerte de Franco en 1975 que se reabrió el proceso de cambio.
La Transición democrática (1975-1978) es considerada un ejemplo exitoso de reforma pacífica. En lugar de una ruptura violenta, los distintos actores políticos acordaron una salida pactada que culminó en la Constitución de 1978, una monarquía parlamentaria con libertades públicas, sufragio universal, división de poderes y Estado autonómico. Fue la culminación de un proceso donde finalmente triunfó la reforma sobre la ruptura, y marcó el inicio de la democracia actual en España.
Talento y Gestión de la Res Pública
La política moderna ha estado marcada por el intento de crear un poder limitado, racional y democrático, frente a los excesos del absolutismo o del autoritarismo. Durante la Ilustración, pensadores como Montesquieu y Rousseau plantearon teorías para limitar el poder mediante la separación de poderes y la soberanía popular. Sin embargo, la pasión revolucionaria de finales del siglo XVIII, como se vio en la Revolución Francesa, mostró que las ideas ilustradas podían desembocar en regímenes de terror si no se gestionaban con moderación.
Con el tiempo, algunos pensadores liberales corrigieron el optimismo ingenuo de los ilustrados. Se empezó a hablar de un gobierno limitado, con autoridad controlada y equilibrio institucional, frente a los excesos del jacobinismo francés, que defendía una soberanía absoluta en manos del Estado. En este contexto, los doctrinarios franceses y españoles recuperaron ideas clásicas de democracia basada en derechos y en instituciones sólidas. También Hegel influenció este pensamiento al señalar la necesidad de que el Estado garantice el orden, pero sin suprimir la libertad individual.
Con el desarrollo del Estado de derecho, se implantaron sistemas legales como el Código Civil, que permitió regular la convivencia y limitar el poder arbitrario. La soberanía pasó a entenderse como una construcción institucional, no personal. Esto marcó el paso hacia una administración moderna, profesionalizada e independiente del poder político.
Sin embargo, en el siglo XX surgió una crisis intelectual y política en Europa. Tras la Primera Guerra Mundial, muchos pensadores perdieron la fe en la razón y en el progreso. Aparecieron corrientes filosóficas que exaltaban la voluntad, la emoción y el irracionalismo, lo que alimentó ideologías como el autoritarismo y el fascismo. El divorcio entre pensamiento y acción facilitó la aparición de líderes carismáticos que despreciaban la deliberación racional.
Frente a esto, el liberalismo moderno planteó que la democracia necesita límites internos. Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1929), advirtió sobre el peligro de que una masa desinformada tomara el control del Estado sin criterio. Propuso que el poder debía estar en manos de una élite ilustrada, lo que llamó el “partido de la inteligencia”, formada por personas preparadas para gobernar con conocimiento y sentido de responsabilidad.
En las democracias actuales, uno de los grandes desafíos es evitar la degeneración del sistema. Aunque la democracia se basa en la igualdad política, esto no garantiza que los más capacitados lleguen al poder. El riesgo está en que el sistema se vuelva ineficaz o se corrompa. La retórica populista —basada en la idea de “nosotros, el pueblo” contra “ellos, la élite”— simplifica los problemas complejos y alimenta la polarización.
También existe una creciente crisis de representación. A medida que los Estados se vuelven más complejos, muchos ciudadanos sienten que sus intereses no están reflejados en los partidos tradicionales. Además, la política como espectáculo ha transformado la comunicación política: importa más la imagen del candidato que sus ideas. Esto ha generado una gran desconfianza hacia los partidos y ha facilitado el ascenso de nuevos movimientos y liderazgos personalizados.
En este contexto, la autoridad política ya no puede basarse solo en el cargo, sino en la responsabilidad, la ejemplaridad y la toma de decisiones justas. Un buen líder debe tener credibilidad y actuar conforme a los valores democráticos. La responsabilidad intergeneracional también es clave: las decisiones actuales afectan al futuro de toda la sociedad, por lo que los gobernantes deben actuar con visión a largo plazo.
Otro aspecto esencial es la moralidad pública. Las virtudes cívicas clásicas (como la justicia, la prudencia, la templanza y la fortaleza) siguen siendo fundamentales. La ciudadanía exige coherencia, honestidad y ética en la clase política. La corrupción y el uso partidista del poder minan la confianza en el sistema. En muchos casos, la única respuesta efectiva ha sido el papel independiente de la Justicia como último recurso para hacer cumplir el Estado de derecho.
Finalmente, el gran reto de la política democrática es atraer talento y renovar las instituciones sin caer en el populismo ni en la apatía. Esto implica profesionalizar la política, fomentar la participación, y recuperar la conexión entre representantes y representados. Sin virtud, responsabilidad y cultura cívica, ninguna democracia se sostiene en el tiempo.
Desarrollo de la Sociedad Civil y de la Esfera Pública
La sociedad civil se organiza a través de lo que se llama tejido social, es decir, el conjunto de relaciones, asociaciones, estructuras familiares e informales que conforman la vida en comunidad. Este tejido no se reduce al Estado ni al mercado, sino que lo integran múltiples actores que dan cohesión a la sociedad. Sus componentes principales son:
- El tejido asociativo (asociaciones voluntarias, como ONGs, sindicatos o plataformas ciudadanas).
- La familia (tradicionalmente núcleo central de valores y estabilidad).
- Las estructuras informales, como redes de amistad o comunidades locales.
Un concepto clave en este tema es el de capital social, que hace referencia a los lazos de confianza, cooperación y reciprocidad que existen entre los miembros de una comunidad. Este capital no depende solo de leyes o instituciones, sino de prácticas cotidianas que fomentan la solidaridad, la participación y la vida cívica. Un alto capital social fortalece la democracia, porque favorece la implicación ciudadana y el sentido de responsabilidad colectiva.
Autores como Tocqueville destacaron la importancia de las asociaciones voluntarias en la democracia. Según él, en países como Estados Unidos, estas asociaciones fueron clave para evitar el individualismo extremo y crear una esfera pública activa sin depender únicamente del Estado. Las asociaciones permiten a los ciudadanos organizarse, debatir, defender sus intereses y construir comunidad.
Pero las sociedades modernas enfrentan varios problemas de integración. La secularización ha debilitado el papel unificador de la religión; la transformación de la familia ha cambiado su función social, y el mercado, por sí solo, no garantiza cohesión ni solidaridad. Esto ha llevado a una creciente necesidad de nuevas formas de pertenencia y participación que sustituyan a los modelos tradicionales.
El sociólogo Émile Durkheim insistió en que, en sociedades complejas, el asociacionismo es clave para mantener la integración social. Las asociaciones permiten construir identidades compartidas y afrontar desafíos colectivos. Ejemplos históricos son los sindicatos, nacidos en la Revolución Industrial para defender a los trabajadores, o las asociaciones culturales y educativas, que fomentan el desarrollo personal y comunitario.
En el caso español, se ha reinterpretado el fenómeno del caciquismo, que durante el siglo XIX era visto como un signo de atraso político. Ahora se entiende también como parte de una evolución más amplia, en la que las élites locales controlaban la vida política, pero cuya lógica fue desplazada por nuevas demandas de participación política, desarrollo económico y democratización.
Un cambio clave en el siglo XX fue la aparición de las masas movilizadas. Antes eran pasivas o neutrales, pero empezaron a convertirse en agentes políticos. Antonio Maura intentó transformar los partidos de élites en partidos de masas, mientras que Ortega y Gasset propuso nacionalizarlas políticamente mediante una cultura cívica común. Sin embargo, en la dictadura de Primo de Rivera, el intento de institucionalizar este cambio fracasó.
Durante el siglo XX, hubo dos grandes modelos para encauzar las masas: por un lado, las democracias capitalistas de Europa Occidental y EE.UU., que apostaron por el pluralismo; por otro, los regímenes totalitarios (fascistas y comunistas), que integraron a las masas bajo un control absoluto. Hoy en día, ha resurgido una tercera vía: el populismo, que moviliza a las masas mediante discursos simplificados y emocionalmente potentes, creando una división entre “el pueblo” y “la élite”.
En el contexto español, la Guerra Civil (1936-1939) destruyó gran parte del tejido social. Cada bando movilizó a su segmento de población, y el país quedó profundamente dividido. En el primer franquismo (años 40 y 50), el Estado trató de controlar a la sociedad a través de instituciones como la Falange y la Iglesia Católica, eliminando toda expresión libre de sociedad civil.
El papel de la sociedad civil en la Transición (1975-1978) fue esencial. En este proceso, los mercados y las asociaciones ayudaron a generar hábitos democráticos, confianza entre actores políticos y cultura de la negociación. España pasó de tener unas 1.000 asociaciones en los años 70 a más de 10.000 en los 90, lo que muestra el crecimiento del tejido asociativo y su importancia en la consolidación de la democracia.
En las últimas décadas, la familia ha recuperado importancia como red de apoyo frente a la precariedad social. A la vez, ha surgido una nueva forma de integración llamada “sociabilidad blanda”, que incluye las fiestas locales, el deporte o los eventos culturales como formas de construir identidad colectiva más allá de lo político.
La digitalización y las redes sociales también han transformado la participación. Por un lado, permiten mayor acceso a la información y movilización inmediata, pero por otro, pueden provocar polarización, desinformación y fragmentación del debate público. Esto ha dado lugar al fenómeno de la posverdad, donde las emociones pesan más que los hechos, y se debilita la capacidad de deliberar con argumentos.
Por último, la esfera civil es hoy el espacio donde los movimientos sociales luchan por la justicia social, la equidad y los derechos humanos. Desde los Nuevos Movimientos Sociales (ecologismo, feminismo, pacifismo) hasta los más recientes como el 15M o movimientos por la justicia climática, todos ellos han contribuido a democratizar la esfera pública. Aunque algunos pierden fuerza con el tiempo, su papel como motores de cambio político y de renovación ciudadana es incuestionable.
Nacionalización Española y Nacionalismos
El concepto de nación ha sido interpretado de diferentes maneras, pero suele incluir elementos como una lengua común, una cultura compartida, un territorio definido, una historia colectiva y la voluntad de pertenencia de sus miembros. En España, la coexistencia de lenguas regionales (catalán, euskera, gallego) ha generado tensiones en la construcción de una identidad nacional unificada.
Entre los teóricos más relevantes, Ernest Renan defendía que una nación no se basa en una raza ni una lengua, sino en una “voluntad de vivir juntos” y un proyecto común. Ortega y Gasset veía España como un “proyecto en común” que necesita consenso constante. Por su parte, Anthony Smith enfatizaba el peso de los elementos étnico-culturales en la formación nacional.
El proceso de nacionalización española ha sido desigual. Desde 1808, con la resistencia contra Napoleón, surgieron los primeros símbolos nacionales. Durante el franquismo, se intentó imponer una única identidad nacional, reprimiendo las expresiones regionales. Con la Constitución de 1978, se reconocieron las autonomías mediante un modelo de “café para todos”, con 17 comunidades autónomas. Este modelo no resolvió del todo el problema, y los nacionalismos periféricos, como el catalán y el vasco, han seguido condicionando la política nacional.
En 2017, el referéndum ilegal en Cataluña y la posterior declaración de independencia supusieron un desafío al modelo constitucional. Esto ha reabierto debates sobre si España debe avanzar hacia un modelo más federal, mantener el actual, o recentralizar competencias. La cuestión territorial sigue siendo uno de los principales retos políticos del país.
Conflictos Civiles e Inciviles
La civilidad es la capacidad de gestionar el conflicto sin violencia, conviviendo con las diferencias sin eliminar al otro. Una sociedad civilizada no evita el conflicto, sino que lo canaliza mediante el diálogo, las instituciones y la ley. Si los conflictos no se resuelven, se vuelven crónicos o trágicos, percibidos como irresolubles y dolorosos.
Los procesos para civilizar un conflicto son tres:
- Pacificar: reducir la violencia física y simbólica.
- Institucionalizar: crear normas e instituciones que encaucen el conflicto, como parlamentos o tribunales.
- Interiorizar: asumir que el conflicto se debe resolver dentro de los límites democráticos.
En España, el sistema autonómico fue un intento de institucionalizar el conflicto territorial, pero ha tenido problemas. Algunos obstáculos a la civilidad son: el exclusivismo del poder (cuando un solo grupo controla todo), la enemistad moral (ver al adversario como enemigo absoluto), y las herencias históricas sin resolver, como el conflicto de las “dos Españas”.
Desde el siglo XIX, España ha vivido una serie de guerras civiles y divisiones ideológicas: la Guerra de Independencia fue también una guerra civil entre afrancesados y patriotas; las Guerras Carlistas enfrentaron a absolutistas y liberales; el cantonalismo, la Guerra Civil (1936-1939), y el conflicto catalán actual reflejan la dificultad histórica para integrar la diversidad política y territorial.
Debate Actual sobre el Estado
Este tema aborda la crisis del modelo centralista español y la evolución hacia un Estado más descentralizado. El centralismo borbónico, iniciado en el siglo XVIII con los Decretos de Nueva Planta de Felipe V, suprimió instituciones propias de regiones como Aragón o Cataluña. A lo largo del XIX, se intentó compatibilizar la unidad nacional con los fueros regionales, pero predominaron los proyectos centralizadores.
En 1812, las Cortes de Cádiz proclamaron la soberanía nacional, pero mantuvieron una visión centralista heredada del absolutismo. Las propuestas federalistas, como las de Pi i Margall en 1868, fueron abortadas por la inestabilidad y los conflictos armados.
El modelo canovista (1875) consolidó el centralismo. Aunque se permitió el Concierto Económico vasco, otras regiones como Cataluña mostraron un creciente malestar (ej. Memorial de Agravios de 1885).
El centralismo fracasó en integrar la pluralidad cultural y territorial del país. La Constitución de 1978 instauró el Estado de las Autonomías, que ha sido estable pero incompleto. La LOAPA y pactos posteriores intentaron racionalizar el sistema, pero la tensión entre unidad e identidad sigue presente.
El desafío actual consiste en adaptar el modelo territorial a una España plural sin caer en la ruptura ni en el inmovilismo. El debate sigue abierto entre propuestas de recentralización (UPyD, Vox), federalismo asimétrico, o reforma constitucional para definir mejor las competencias y los derechos históricos de cada comunidad.