Pensamiento del neopositivismo


El hombre unidimensional




EL HOMBRE UNIDIMENSIONAL

(resumen introductorio)

Marcuse nos presenta la sociedad industrializa como una sociedad cerrada, un universo dónde no caben alternativas de vida, donde los intereses en oposición han sido anulados. La razón técnico-instrumental es causa y esencia de este control de las fuerzas sociales: el aparato tecnológico se muestra capaz de conseguir los logros del progreso y las nuevas formas de vida que promueve se convierten en formas de adoctrinamiento. Las condiciones adoptadas para el funcionamiento del aparato constituyen el debilitamiento de las posibles fuerzas emancipatorias y las formas de control sofisticadas: el proceso de mecanización con la consiguiente supresión de la individualidad; concentración de empresas individuales en megacorporaciones; regulación de la libre competencia entre sujetos económicos desigualmente provistos; reducción de las prerrogativas y soberanías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos…; toda medida de progreso y liberalismo es una forma de control. En esta sociedad el hombre ha perdido su sentido crítico ya que la organización social parece satisfacer las necesidades. La libertad de pensamiento se supone y se practica en forma de debate abierto de alternativas dentro del status quo: la sociedad democrática supuestamente deja abierta las alternativas pero las anula por la realidad económica y el dominio tecnológico. El aparato técnico y científico tiene por función la dominación al obstaculizar con sus recursos la expresión de la libertad individual: «el aparato técnico de producción y distribución (con un sector cada vez mayor de automatización) funciona, no como la suma total de meros instrumentos que pueden ser aislados de sus efectos sociales y políticos, sino más bien como un sistema que determina a priori el producto del aparato, tanto como las operaciones realizadas para servirlo y extenderlo. En esta sociedad, el aparato productivo tiende a hacerse totalitario en el grado en que determina, no sólo las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias, sino también las necesidades y aspiraciones individuales«(Marcuse, 1954:25-26). El dispositivo de control y coordinación no puede ser separado de la forma cómo se emplea, no existe neutralidad de la tecnología. La intromisión del recurso técnico en todos los aspectos sociales se justifica en vista de su instrumentalidad, en el sentido de «productividad» y «crecimiento potencial». Se publicita una necesidad del aparato tecnológico relacionándolo con el progreso y la libertad democrática. Esta función ideológica hace del accionar técnico un accionar político, en tanto se vuelve justificador de un orden que no puede modificarse: «El impacto del progreso convierte a la Razón en sumisión a los hechos de la vida y a la capacidad dinámica de producir más y mayores hechos de la misma especie de vida. La eficacia del sistema impide que los individuos reconozcan que el mismo no contiene hechos que no comuniquen el poder represivo de la totalidad. Si los individuos se encuentran a sí mismos en las cosas que dan forma a sus vidas, lo hacen no al dar, sino al aceptar la ley de las cosas; no las leyes de la física, sino las leyes de la sociedad» (Marcuse, 1954:41).

Las necesidades que el aparato satisface son artificiales, creadas por la razón técnico-instrumental: las libertades conquistadas y las necesidades demandadas se convierten en mercancía: la sexualidad se vende y se publicita hasta el límite de la pornografía, etc.…. Siguiendo a Freud, Marcuse encuentra en la sociedad la represión de los instintos, pero en oposición al creador del psicoanálisis, la represión no es inevitable, es contingente e histórica, depende de la sociedad concreta (en este caso, la industrial) y se ocupa, como tarea de institualización, en reprimir los instintos positivos que el llama del Eros, instinto de vida, que supone unas necesidades estético-biológicas de belleza, serenidad, descanso y armonía. Todas estas necesidades son reprimidas y dirigidas a la productividad. Se sustituyen por la agresividad, esfuerzo, miseria e injusticia, que consiguen un comportamiento humano que reproduce la represión y la dominación. Las sociedades antiguas “sublimaban” los instintos en la “alta cultura”, aunque ésta era de una minoría. Hoy estas antiguas culturas son meramente un producto del mercado. Ahora todo se ha hecho cultura de masa, se ha banalizado y no posee fuerza para provocar auténticos problemas. Bach hoy se puede reducir a la música de fondo de una cocina. El sexo se ha comercializado. En vez de la antigua sublimación, ahora estamos ante una “desublimación institucionalizada”, que juega con los bajos instintos de sexo y agresión, centrando la actividad del Eros en la zona genital sin permitir su inclinación a la emancipación. No hay dimensiones, niveles, vivimos en una Cultura de elementos mercantilizados. Se crea una conciencia feliz falsa pero efectiva a la hora de negar el cambio: no hay conciencia de clase, cómo la va a haber si el médico, el empresario y el trabajador tiene las mismas aficiones, comen en el mismo autoservicio, etc…; se transforman las actitudes alternativas, el beatnick, el bohemio, el hippie, se convierten en piezas de la sociedad, son alternativas de vida ya no incompatibles con el sistema ya que se crean en él y se prepara a los individuos para pensar su presencia como dentro de la sociedad; todo desafío, toda reacción contra la vida y el mundo, se dirigen hacia el progreso personal, hacia la “carrera” del individuo, el cumplimiento del “sueño americano” se convierte en la vía, dentro del y favorable al sistema, de satisfacción diferida de las necesidades de emancipación.

La conciencia de los individuos de la sociedad del bienestar es feliz, satisfecha, cree que todo está bien y le agrada ver que el Estado satisface sus necesidades. Vive en conformismo, sin remordimientos. Hay guerras en la periferia, donde se mata y se tortura, pero en la metrópoli todo es felicidad. Las sociedades opulentas absorben toda contradicción. Marcuse se fija especialmente en el lenguaje que usa esta sociedad, un lenguaje basado en clichés (“libre empresa”, “construcción socialista”, etc.), estereotipado, funcionalista, que impide pensar las cosas. Así sucede en las formas actuales de neoliberalismo y neoconservadurismo. Ya no hay pensamiento con carga ontológica y universal. Los problemas obreros, por ejemplo, se reducen a cuestiones técnicas que se resuelven fácilmente. Critica también la democracia electoralista, en la que ya hay un juego dado, con presupuestos intocables, en donde sólo hay una apariencia de libertad.”El lenguaje es despojado de las mediaciones que forman las etapas del proceso de conocimiento y de evaluación cognoscitiva. Los conceptos que encierran los hechos y por tanto los trascienden están perdiendo su auténtica representación lingüística. Sin estas mediaciones, el lenguaje tiende a expresar y auspiciar la inmediata identificación entre razón y hecho, verdad y verdad establecida, esencia y existencia, la cosa y su función.” (Marcuse, 1954:115). Todos estos elementos son los factores que hacen de esta sociedad una sociedad unidimensional, y el hombre que vive en ella, un hombre unidimensional que no encuentra diferencias entre lo que se establece como verdad y la verdad, en el cual no existe distinción entre el mundo (el no yo como elemento negador del yo) y el yo. El hombre unidimensional no tiene capacidad de crítica y cambio porque no encuentra contradicción entre lo ideal y lo real, entre el ser y el deber ser.

Marcuse acude a la conciencia heredada de los pensadores clásicos, vistos según Hegel, para caracterizar el pensamiento negativo, de la protesta y la revolución. Los clásicos vivían en un mundo “bidimensional”, donde con los ideales podían oponerse a la realidad, y no considerarla sin más racional. Frente a “lo que es”, ya dado, surgía un deber, que empeñaba en una contradicción: “tú debes llegar a ser lo que eres, y para eso debes destruir lo que ahora eres”. Esta fuerza de la negación contradictoria, con verdadero espíritu revolucionario, se ha perdido totalmente en la sociedad del bienestar. Por eso en ella domina la lógica abstracta, formal, cuando en realidad hay que acudir a una lógica dialéctica, capaz de cambiar lo establecido. La lógica de la protesta ha sido derrotada por los factores dominadores de la sociedad cerrada unidimensional. La lógica formal, sin contenido, es la que reina. El pensamiento positivo es la expresión de esta sociedad y del dominio tecnológico. El dominio de este pensamiento es la expresión académica y científico-filosófica del dominio social. La vida hoy se reduce a un “vivir y morir tecnológico”. El que tiraniza no es ya un rey, sino la estructura racional tecnológica. Ha desaparecido la “fuerza de lo negativo” de la que hablaba Hegel. La culpa de esta situación se imputa al predominio de las ciencias cuantitativas, que eliminaron las causas finales y transformaron todo en una realidad instrumental, en la que ya no hay sujeto humano. Los valores desaparecen porque “no son científicos”. Los filósofos de la ciencia se pusieron al servicio de este mundo “desontologizado”. El cientificismo ha instaurado el reino del a priori tecnológico. Es falso pensar que la técnica es “neutral”. La tecnificación a ultranza ha acabado por reducir todo a algo neutral, y así a “neutralizar” los valores, y eso es ideológico, aunque se mantiene escondido. El pensamiento científico es necesario para el desarrollo tecnológico y la filosofía que demarque a la ciencia como único conocimiento se convierte el pensamiento establecido por los valores que porta. El ausentar a los valores del pensamiento filosófico-científico esconde los valores que sostiene la sociedad unidimensional. Una aliada de la filosofía cientificista y tecnologista fue la filosofía analítica anglosajona, heredera del positivismo lógico. El análisis lingüístico, destinado a “curar de las confusiones filosóficas”, debidas a la lengua, así como el antiguo neopositivismo, se destinan en realidad a esconder los problemas substanciales del hombre. El lenguaje metafísico de los clásicos llevaba a enfrentarse con los problemas verdaderos del hombre, y así tenía un valor subversivo, pues conducía a oponerse a los hechos. La filosofía analítica reduce el pensamiento a analizar frases como “la escoba está en un rincón” (Wittgenstein) y así se escamotean los problemas angustiantes del hombre. En el fondo, la filosofía empirista y analítica tiene el propósito secreto de obligarnos a adaptarnos a la sociedad tecnológica. Todos los problemas que ellos estudian son absolutamente banales. Los grandes conceptos universales, como yo, conciencia, libertad, espíritu, se reducen a operaciones técnicas. Los viejos mitos (ejemplo: magias, brujerías) hoy se usan banalizados, como medio de publicidad, de propaganda. La sociedad del bienestar usa la estadística siempre manipulada. Las encuestas, las entrevistas, etc. banalizan lo profundo, para adaptarlos a los clichés de la TV, la prensa, etc. Hoy hablamos del amor, por ejemplo, utilizando fraseologías hechas, propias de películas de gángsteres y de la publicidad. Los filósofos analíticos, en vez de hacer un análisis a fondo de este lenguaje estereotipado y falso, se contentan con estudiar frases como “me rasco”, etc., pero ante la proposición “esto es injusto”, dirán que el concepto de justicia es poco claro. Estamos, en definitiva, ante un lenguaje establecido propio de un universo totalitario, y los analíticos del lenguaje no sólo no ayudaron a desentrañarlo, para que se descubriera su intrínseca hipocresía, sino que han adormecido a las conciencias con sus análisis triviales, puramente técnicos. Los filósofos analíticos estudian realidades mutiladas y caen en controversias meramente académicas. Han anestesiado el valor del lenguaje ordinario. Una verdadera filosofía debería ser negativa ante “lo establecido” y debería ir claramente a las cuestiones “ideológicas”. El pensamiento positivo ha triunfado en la forma de esta filosofía unidimensional.

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