El ascenso del fascismo y el declive de la democracia liberal (1918–1945)


El ascenso del fascismo y el declive de la democracia liberal

De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, lo que impresionó a los supervivientes del siglo XIX fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal, cuyo progreso se daba por sentado en aquel siglo. A pesar de la existencia de numerosos regímenes electorales representativos, en los veinte años transcurridos desde la «marcha sobre Roma» de Mussolini hasta el apogeo de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial se registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones políticas liberales. En 1918–1920 fueron disueltas las asambleas legislativas de dos países europeos; ese número aumentó a seis en los años veinte y a nueve en los años treinta, y la ocupación alemana destruyó el poder constitucional en otros cinco países durante la Segunda Guerra Mundial. En suma, los únicos países europeos cuyas instituciones políticas democráticas funcionaron durante todo el período de entreguerras fueron Gran Bretaña, Finlandia, Irlanda, Suecia y Suiza.

Contexto internacional: Europa, Asia y Oceanía

En el continente americano la situación era más diversificada, pero no reflejaba un avance general de las instituciones democráticas. En Japón, un régimen moderadamente liberal dio paso a otro militarista-nacionalista en 1930–1931. Sólo en Australia y Nueva Zelanda estaba sólidamente implantada la democracia, pues la mayor parte de los sudafricanos quedaban fuera de la constitución aprobada para los blancos.

Formas del autoritarismo y la movilización de la derecha

El fascismo, primero en su forma italiana original y luego en la versión alemana del nacionalsocialismo, inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los años treinta parecía la fuerza del futuro.

Los autoritarios o conservadores de viejo cuño carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios tradicionales de su clase. Si se encontraron en la posición de aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos fascistas en sus propios países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras la alianza «natural» era la de todos los sectores de la derecha. Naturalmente, las consideraciones de carácter nacional podían interponerse en ese tipo de alianzas. Winston Churchill, que era un claro representante de la derecha más conservadora, manifestó cierta simpatía hacia la Italia de Mussolini y no apoyó a la República española contra las fuerzas del general Franco, pero cuando Alemania se convirtió en una amenaza para Gran Bretaña, pasó a ser el líder de la unidad antifascista internacional.

Una corriente de la derecha dio lugar a los que se han llamado «estados orgánicos», es decir, regímenes conservadores que, más que defender el orden tradicional, recreaban sus principios como una forma de resistencia al individualismo liberal y al desafío que planteaban el movimiento obrero y el socialismo. Estaban animados por la nostalgia ideológica de una Edad Media o una sociedad feudal imaginadas, en las que se reconocía la existencia de clases o grupos económicos, pero se conjuraba el peligro de la lucha de clases y se afirmaba que cada grupo social o «estamento» desempeñaba una función en la sociedad orgánica formada por todos y debía ser reconocido como una entidad colectiva.

Iglesia católica y posiciones frente al fascismo

Respecto a la Iglesia católica, profundamente reaccionaria en la versión consagrada oficialmente por el Primer Concilio Vaticano de 1870, no sólo no era fascista, sino que por su hostilidad hacia los estados laicos con pretensiones totalitarias debía ser considerada como adversaria del fascismo. Y, sin embargo, la doctrina del «estado corporativo», que alcanzó su máxima expresión en países católicos, había sido formulada en círculos fascistas (de Italia), que bebían, entre otras cosas, en las fuentes de la tradición católica. Muchas veces se ha aludido a la actitud ambigua de la Iglesia con respecto al racismo de Hitler y, menos frecuentemente, a la ayuda que prestaron personas integradas en la estructura de la Iglesia.

La era fascista señaló un cambio de rumbo en la historia del catolicismo porque la identificación de la Iglesia con una derecha cuyos principales exponentes internacionales eran Hitler y Mussolini creó graves problemas morales a los católicos con preocupaciones sociales. Al mismo tiempo, el antifascismo, o simplemente la resistencia patriótica al conquistador extranjero, legitimó por primera vez al catolicismo democrático (Democracia Cristiana) en el seno de la Iglesia.

Sin embargo, en España la gran mayoría de los católicos apoyó a Franco y sólo una minoría, aunque de gran altura intelectual, se mantuvo al lado de la República.

El fenómeno fascista y la relación entre Mussolini y Hitler

El movimiento italiano dio nombre al fenómeno (fascismo). El propio Adolf Hitler reconoció su deuda con Mussolini y le manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la Segunda Guerra Mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler el antisemitismo.

El triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de 1933 convirtió al fascismo en un movimiento general. De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Además, sin el triunfo de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal. Pero de todo ello no surgió un movimiento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente motivados en la Europa ocupada por los alemanes.

Movilización de masas y estética política

La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política democrática. El fascismo se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente como una forma de escenografía política.

Denunciaba la emancipación liberal (la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos hijos) y desconfiaba de la influencia de la cultura moderna y del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alemanes tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado.

El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. El propio racismo de Hitler era una elucubración posdarwiniana formulada a finales del siglo XIX, que reclamaba el apoyo de la rama de la genética aplicada que soñaba con crear una superraza humana mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos.

Origen social y expansión del nacionalismo radical

Ese tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en varios países europeos a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo, contra los movimientos socialistas obreros en ascenso y contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de un lado a otro del planeta. Casi quince de cada cien polacos abandonaron su país para siempre, además del medio millón anual de emigrantes estacionales, para integrarse en la clase obrera de los países receptores.

Los nuevos movimientos de la derecha radical, que respondían a tradiciones antiguas de intolerancia, calaron especialmente en las capas medias y bajas de la sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionalistas que comenzaron a aparecer en la década de 1890. El propio término «nacionalismo» se acuñó durante esos años para describir a esos nuevos portavoces de la reacción.

Apoyos sociales: clases obreras, medias y jóvenes

Los movimientos fascistas gozaron de apoyo entre las clases obreras menos favorecidas. El apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los campesinos pobres. Tras la derrota de la socialdemocracia austriaca en 1934 se produjo un importante trasvase de trabajadores hacia el Partido Nazi. Además, una vez que los gobiernos fascistas habían adquirido legitimidad pública, como en Italia y Alemania, muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a admitir entraron en sintonía con los nuevos regímenes. No obstante, su principal base natural residía en las capas medias de la sociedad.

Ejerció un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa continental. En 1921 (es decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 % de los miembros del movimiento fascista italiano eran estudiantes.

La radicalización en Alemania y la recuperación económica

En Alemania, la gran inflación y la Gran Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase media. En el período de entreguerras, la gran mayoría de la población alemana que no tenía intereses políticos recordaba con nostalgia el imperio de Guillermo II. Entre 1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el partido nazi. El fascismo italiano tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta. Tras la recuperación económica de 1924, el Partido Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5–3 % de los votos; sin embargo, en 1930 consiguió el apoyo de más del 18 % del electorado, convirtiéndose en el segundo partido alemán. En el verano de 1932 era, con diferencia, el primer partido.

El fascismo italiano también tuvo diferentes éxitos; por ejemplo, fue el único régimen italiano que combatió con éxito a la mafia siciliana y a la camorra napolitana.

El Eje y las afinidades ideológicas

Japón estuvo aliado con Alemania e Italia, luchando en el mismo bando durante la Segunda Guerra Mundial y estando políticamente en manos de la derecha. Las afinidades entre las ideologías dominantes de los componentes oriental y occidental del Eje eran fuertes. Los valores predominantes en la sociedad japonesa eran la jerarquía rígida, la dedicación total del individuo a la nación y a su emperador, y el rechazo a la libertad y a la igualdad.

En cuanto a los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania e Italia, las razones ideológicas no eran el motivo fundamental de ello, aunque algunos regímenes nacionalistas europeos de segundo orden, cuya posición dependía por completo del apoyo alemán, decían ser más nazis que las SS.

Impacto en el continente americano

Tuvo un impacto ideológico el fascismo europeo en el continente americano. En América del Norte, ni los personajes ni los movimientos de inspiración europea tenían gran trascendencia. Los sentimientos de los norteamericanos de origen alemán contribuyeron al aislacionismo de los Estados Unidos. La parafernalia de las milicias, las camisas de colores y el saludo a los líderes con los brazos en alto no eran habituales en las movilizaciones de los grupos ultraderechistas y racistas, cuyo exponente más destacado era el Ku Klux Klan.

Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó abierta y reconocida. La principal repercusión del influjo fascista en América Latina fue de carácter interno. Aparte de Argentina, que apoyó claramente al Eje, los gobiernos del hemisferio occidental participaron en la guerra al lado de Estados Unidos, al menos de forma nominal.

No todos los nacionalismos simpatizaban con el fascismo. La movilización contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al Eje se encarnó en «frentes nacionales».

Vulnerabilidades de la política liberal

La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que la democracia representativa demostró pocas veces ser una forma convincente de dirigir los estados, y las condiciones de la era de las catástrofes no le ofrecieron las circunstancias que podían hacerla viable y eficaz.

Condiciones que hacían posible la democracia

  1. La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la aceptación generales.
  2. La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los diferentes componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determinar el gobierno común. Oficialmente, el pueblo consistía en un conjunto de individuos independientes cuyos votos se sumaban para constituir mayorías y minorías aritméticas, que se traduciían en asambleas dirigidas como gobiernos mayoritarios y con oposiciones minoritarias. La democracia era viable allí donde el voto democrático iba más allá de las divisiones de la población nacional. Sin embargo, en una era de revoluciones y de tensiones sociales, la norma era la lucha de clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases.
  3. La tercera condición que hacía posible la democracia era que los gobiernos democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno. Los parlamentos se habían constituido no tanto para gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían, función que todavía es evidente en las relaciones entre el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos.
  4. La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de los años veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución o de los conflictos nacionales, y en los años treinta sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial.

Pero en el siglo XX se multiplicaron las ocasiones en las que era de importancia crucial que los gobiernos gobernaran. El Estado que se limitaba a proporcionar las normas básicas para el funcionamiento de la economía y de la sociedad, así como la policía, las cárceles y las fuerzas armadas para afrontar todo tipo de peligros, internos y externos, había quedado obsoleto.

Donde en las épocas de crisis no existía una mayoría parlamentaria, como ocurrió en Alemania, la tentación de pensar en otras formas de gobierno era muy fuerte.

La democracia parlamentaria era una débil planta que crecía en un suelo pedregoso, tanto en los Estados que sucedieron a los viejos imperios como en la mayor parte del Mediterráneo y de América Latina. Nadie predijo, ni esperó, que la democracia se revitalizara después de la guerra y mucho menos que al principio de los años noventa sería, aunque fuese por poco tiempo, la forma predominante de gobierno en todo el planeta.

Reflexión final

Por desgracia, conforme se aproximaba el nuevo milenio, las incertidumbres que rodean a la democracia política no parecían ya tan remotas. Es posible que el mundo esté entrando de nuevo, lamentablemente, en un período en que sus ventajas no parezcan tan evidentes como lo parecían entre 1950 y 1990.

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