La Guerra de la Independencia (1808-1814) y el reinado de José I
El estallido del conflicto
A finales del siglo XVIII, la relación entre España y Francia se estrechó con el ascenso de Napoleón Bonaparte. En 1807, ambos países firmaron el Tratado de Fontainebleau, por el cual se permitía el paso de tropas francesas por España para invadir Portugal. Sin embargo, Napoleón aprovechó esta circunstancia para ocupar progresivamente el territorio español. El descontento hacia el valido Manuel Godoy, impulsor del acuerdo, provocó el Motín de Aranjuez (marzo de 1808), que forzó la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII. Napoleón aprovechó el caos para convocar a la familia real a Bayona, donde obligó a ambos monarcas a renunciar a sus derechos y entregó la corona a su hermano José Bonaparte, que reinaría como José I.
La imposición del nuevo monarca generó una fuerte reacción popular. El 2 de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se levantó contra los franceses y fue duramente reprimido. Este hecho marcó el inicio de la Guerra de la Independencia (1808-1814), una guerra de carácter tanto nacional como social. Ante la ausencia de un poder legítimo, se formaron Juntas locales y provinciales que asumieron la autoridad y crearon más tarde la Junta Suprema Central, con sede final en Cádiz.
Las fases de la guerra
La guerra tuvo tres fases:
- Primera (1808): los españoles obtuvieron importantes victorias como las de El Bruc o Bailén, lo que obligó a José I a abandonar Madrid.
- Segunda (1808-1810): Napoleón intervino personalmente con la Grand Armée y conquistó buena parte del país, excepto Cádiz. Surgieron las guerrillas, un nuevo tipo de lucha irregular que hostigó continuamente al invasor.
- Tercera (1810-1814): la retirada de tropas francesas hacia Rusia debilitó la ocupación. Las derrotas francesas en Arapiles, Vitoria y San Marcial precipitaron la rendición. El conflicto terminó con el Tratado de Valençay (1813), que restauró a Fernando VII en el trono.
El gobierno de José I y los afrancesados
Durante su reinado, José I intentó implantar un programa reformista recogido en el Estatuto de Bayona (1808), donde se incluían medidas como la abolición de la Inquisición y del feudalismo, la libertad de prensa y la modernización administrativa y educativa. Sin embargo, estas reformas apenas tuvieron aplicación por la guerra y la falta de apoyo popular. Sus partidarios, los afrancesados, se dividían entre oportunistas y auténticos reformistas ilustrados que veían en el régimen bonapartista una vía de modernización. Tras la vuelta de Fernando VII, muchos fueron perseguidos o se exiliaron.
Consecuencias del conflicto
Las consecuencias de la guerra fueron devastadoras. Murieron cerca de 300.000 personas, la economía quedó arruinada y se paralizó el desarrollo iniciado en el siglo XVIII. Sin embargo, el conflicto impulsó el sentimiento nacional y un cambio profundo en el ejército, que pasó a contar con mandos surgidos del pueblo y las clases medias. De esta experiencia nacería el ejército liberal que tendría gran protagonismo político en el siglo XIX.
En síntesis, la Guerra de la Independencia fue un proceso doble: de liberación nacional contra el dominio francés y de revolución interna contra el Antiguo Régimen, ya que en su transcurso se gestaron las ideas liberales que más tarde transformarían el Estado español.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
La convocatoria y composición de las Cortes
Durante la Guerra de la Independencia, la ausencia del rey y la crisis institucional generaron un vacío de poder que fue ocupado por las Juntas Provinciales, formadas espontáneamente para organizar la resistencia contra los franceses. En septiembre de 1808 se creó la Junta Suprema Central, presidida por el conde de Floridablanca, con la intención de coordinar la lucha y representar la soberanía nacional. Sin embargo, las dificultades bélicas y la dispersión territorial la debilitaron, dando paso en 1810 a la Regencia, que convocó elecciones a Cortes Generales. Estas se reunieron en Cádiz, única ciudad importante libre del dominio francés, y comenzaron sus sesiones el 24 de septiembre de 1810.
Las Cortes de Cádiz se configuraron como un parlamento unicameral, elegido mediante sufragio universal masculino indirecto. Su composición social era variada: un pequeño porcentaje pertenecía a la nobleza y al clero, mientras que la mayoría provenía del tercer estado. Ideológicamente se distinguían tres grandes grupos:
- Liberales: partidarios de implantar un sistema constitucional basado en la soberanía nacional.
- Serviles o absolutistas: defensores del poder absoluto del monarca.
- Jovellanistas: reformistas moderados que buscaban una conciliación entre monarquía y reformas.
A pesar de las diferencias, las Cortes coincidieron en un objetivo: abolir el Antiguo Régimen y fundar un nuevo Estado liberal. Para ello emprendieron una intensa labor legislativa que transformó por completo las estructuras políticas, sociales y económicas de España.
Principales reformas legislativas
Entre sus principales reformas destacan:
- Libertad de prensa (1810): se suprimió la censura previa, permitiendo la difusión de ideas políticas, aunque se mantuvo el control sobre los escritos religiosos.
- Abolición del régimen feudal: se eliminaron los señoríos jurisdiccionales, quedando los campesinos libres de las obligaciones personales hacia sus señores.
- Supresión de los gremios y la Mesta: medidas inspiradas en el liberalismo económico que impulsaron la libertad de trabajo y comercio.
- Reforma de la Hacienda: se suprimieron los privilegios fiscales de la Iglesia y la nobleza, creando un sistema de impuestos directos proporcional a la renta.
- Abolición de la Inquisición (1813): tras un duro debate, fue eliminada por considerarse incompatible con las nuevas libertades individuales.
La Constitución de 1812: “La Pepa”
El fruto más destacado de la obra gaditana fue la Constitución de 1812, promulgada el 19 de marzo, día de San José (por eso popularmente llamada “La Pepa”). Fue el primer texto constitucional de la historia de España y uno de los más avanzados de Europa en su tiempo. Proclamó la soberanía nacional, la división de poderes, el sufragio universal masculino indirecto y la igualdad ante la ley. Estableció unas Cortes unicamerales con amplias competencias legislativas y un rey con poder ejecutivo limitado, controlado por la ley.
La Constitución reconocía derechos fundamentales como la libertad de expresión, de imprenta y la inviolabilidad del domicilio, aunque mantuvo el catolicismo como religión oficial y única del Estado. En cuanto a la organización territorial, España se definía como una nación unitaria, integrada por “los españoles de ambos hemisferios”, reconociendo así la pertenencia de los territorios americanos.
El legado de Cádiz
El objetivo de Cádiz fue instaurar un Estado liberal y constitucional que sustituyera las estructuras del Antiguo Régimen por un nuevo orden basado en la ley, la libertad y la igualdad jurídica. Sin embargo, sus logros fueron efímeros: la guerra dificultó su aplicación y gran parte del pueblo, influido por el clero y la nobleza, no comprendió los cambios.
Aun así, la Constitución de 1812 marcó un hito fundamental en la historia política de España, sirviendo de modelo para los posteriores textos constitucionales del siglo XIX y simbolizando el nacimiento del liberalismo español.
El Reinado de Fernando VII (1814-1833): Absolutismo frente a Liberalismo
El Sexenio Absolutista (1814-1820)
El Tratado de Valençay (1813) devolvió la corona a Fernando VII, prisionero de Napoleón desde 1808. Su regreso a España en 1814 fue recibido con entusiasmo por gran parte del pueblo, que lo consideraba “el Deseado” y veía en él el fin de la guerra y el retorno de la estabilidad. Sin embargo, pronto se reveló que el monarca pretendía restaurar el absolutismo y anular la obra liberal de las Cortes de Cádiz.
A su llegada, Fernando VII recibió el Manifiesto de los Persas, redactado por 69 diputados absolutistas, que le pedían la derogación de la Constitución de 1812 y la restauración del Antiguo Régimen. El rey aceptó de inmediato y el 4 de mayo de 1814 firmó un decreto que declaraba nulas todas las leyes y disposiciones aprobadas desde 1810. Se negó a jurar la Constitución y disolvió las Cortes, iniciando el Sexenio Absolutista (1814-1820).
Durante este periodo, se restauraron los privilegios de la Iglesia y la nobleza, se restableció la Inquisición y se persiguió a los liberales y afrancesados, muchos de los cuales fueron ejecutados o exiliados. El país, devastado por la guerra, se sumió en una profunda crisis económica: la Hacienda estaba arruinada, la deuda crecía y los impuestos se multiplicaban. A nivel internacional, el Congreso de Viena (1815) reafirmó el absolutismo en Europa y creó la Santa Alianza, destinada a sofocar cualquier movimiento revolucionario, lo que fortaleció el poder de Fernando VII.
El Trienio Liberal (1820-1823)
Sin embargo, el descontento se extendió por todos los sectores liberales, especialmente en el ejército, donde muchos oficiales que habían combatido en la Guerra de la Independencia abrazaron ideas constitucionales. Entre 1814 y 1820 hubo numerosos pronunciamientos militares, aunque todos fracasaron excepto el liderado por Rafael del Riego en Cabezas de San Juan (enero de 1820). Su éxito obligó al rey a jurar la Constitución de 1812, dando inicio al Trienio Liberal (1820-1823).
Durante estos tres años, se intentó restablecer el orden constitucional gaditano: se abolió nuevamente la Inquisición, se emprendieron reformas administrativas y económicas (como desamortizaciones y reducción del poder eclesiástico), se organizó la Milicia Nacional y se aprobaron nuevos códigos legislativos. No obstante, el liberalismo se dividió en moderados (doceañistas) y exaltados, lo que debilitó su cohesión. Además, las potencias absolutistas europeas, reunidas en el Congreso de Verona (1822), decidieron intervenir para restaurar el absolutismo en España. En 1823, un ejército francés, los Cien Mil Hijos de San Luis, cruzó los Pirineos y restableció a Fernando VII en el trono con plenos poderes.
La Década Ominosa (1823-1833) y la crisis sucesoria
Comenzaba así la Década Ominosa (1823-1833), caracterizada por una durísima represión política. Se anularon las leyes liberales, se encarceló o ejecutó a numerosos opositores —como Rafael del Riego, Torrijos o Mariana Pineda— y se impuso una férrea censura. Sin embargo, el rey también impulsó algunas reformas administrativas: la creación del Consejo de Ministros, del Banco de San Fernando, del Ministerio de Fomento y de un sistema más racional de impuestos. Estas medidas buscaban modernizar el Estado sin renunciar al absolutismo.
En la última etapa de su reinado surgió una crisis sucesoria. Fernando VII, casado con María Cristina de Borbón, solo tuvo hijas. La Ley Sálica, vigente desde 1713, impedía que las mujeres heredaran el trono. Para permitir la sucesión de su hija Isabel, el monarca promulgó en 1830 la Pragmática Sanción, que abolía dicha ley. Los partidarios del hermano del rey, Carlos María Isidro, se opusieron y formaron un grupo absolutista conocido como carlistas.
Cuando Fernando VII murió en 1833, su hija Isabel, de solo tres años, fue proclamada reina bajo la regencia de su madre. Los carlistas no reconocieron su legitimidad y proclamaron rey a don Carlos, desencadenando la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
El reinado de Fernando VII, por tanto, significó la restauración del absolutismo, la represión del liberalismo y el origen de la división política y social que marcaría todo el siglo XIX en España.
La Construcción del Estado Liberal: Regencias y Reinado de Isabel II (1833-1868)
La Primera Guerra Carlista y la regencia de María Cristina (1833-1840)
La muerte de Fernando VII en 1833 y la regencia de su esposa María Cristina de Borbón marcaron el inicio del proceso que transformó España del Antiguo Régimen al Estado liberal moderno. El contexto fue complejo: mientras la monarquía intentaba consolidarse en torno a la joven Isabel II, estallaba una guerra civil —la Primera Guerra Carlista (1833-1840)— que enfrentó a los defensores del absolutismo (carlistas) y a los partidarios del liberalismo (isabelinos o cristinos).
El conflicto no fue solo dinástico, sino también ideológico y social. Los carlistas, encabezados por Carlos María Isidro, defendían el absolutismo, el catolicismo tradicional y los fueros vascos y navarros; su base social eran el clero y el campesinado de zonas rurales del norte. Los liberales, en cambio, apoyaban a Isabel II y a la regente María Cristina, buscando implantar un Estado liberal y centralizado. La guerra finalizó con la victoria liberal y el Convenio de Bergara (1839), firmado entre el general Espartero y el carlista Maroto, que reconocía a Isabel II como reina y prometía respetar parcialmente los fueros del norte.
Las corrientes del liberalismo y las primeras constituciones
Durante la regencia de María Cristina (1833-1840), el liberalismo se consolidó como la nueva fuerza política. Existían dos corrientes principales:
- Liberales moderados: partidarios de un régimen ordenado, con soberanía compartida entre el rey y las Cortes.
- Liberales progresistas: defensores de la soberanía nacional, mayores libertades y una participación política más amplia.
El primer gobierno liberal importante fue el de Francisco Martínez de la Rosa, que promulgó el Estatuto Real (1834), una carta otorgada que funcionó como constitución provisional. Establecía Cortes bicamerales y mantenía amplios poderes para la Corona, reflejando el predominio moderado. Sin embargo, las presiones populares y la situación de guerra empujaron hacia reformas más radicales.
En 1836, el liberal progresista Juan Álvarez Mendizábal impulsó una política desamortizadora decisiva: la Desamortización de Mendizábal. Consistió en la venta de tierras de la Iglesia y de bienes comunales para obtener recursos con los que financiar la guerra y crear una nueva clase de propietarios liberales. Aunque el objetivo era repartir la propiedad, las tierras fueron adquiridas sobre todo por burgueses y terratenientes, sin mejorar la situación del campesinado.
Ese mismo año tuvo lugar la Sargentada de La Granja, un motín militar que obligó a la regente a restablecer la Constitución de 1812 y convocar nuevas Cortes. Estas aprobaron la Constitución de 1837, que se convirtió en el pilar del liberalismo español. Estableció la soberanía nacional, la división de poderes, un sufragio censitario más amplio y la libertad de prensa, manteniendo el catolicismo como religión oficial. Fue un texto de compromiso entre moderados y progresistas.
La regencia de Espartero (1840-1843)
Tras la marcha de María Cristina al exilio en 1840, asumió la regencia el general Espartero, héroe de la guerra carlista. Su gobierno autoritario, sus políticas económicas librecambistas y la represión de las protestas (como el bombardeo de Barcelona en 1842) le granjearon gran impopularidad. En 1843 fue derrocado y se proclamó la mayoría de edad de Isabel II, que tenía solo 13 años.
La Década Moderada (1843-1854)
Comenzaba la Década Moderada (1843-1854), dominada por el general Narváez. Se promulgó la Constitución de 1845, que reforzaba el poder de la Corona, establecía la soberanía compartida y un sufragio censitario muy restringido (apenas el 1% de la población podía votar). Además, se crearon instituciones claves del nuevo Estado: la Guardia Civil (1844), el Consejo de Ministros, el Código Penal (1848) y el Plan Pidal de Educación, que centralizó el sistema educativo.
El Bienio Progresista (1854-1856)
Los moderados consolidaron el Estado liberal centralizado, pero su gobierno autoritario, la corrupción y las crisis económicas provocaron descontento. En 1854, un pronunciamiento militar encabezado por O’Donnell y Dulce —la Vicalvarada— dio paso al Bienio Progresista (1854-1856), con Espartero al frente del gobierno. Durante esta etapa se emprendieron reformas decisivas: la Desamortización de Madoz (1855), que afectó a bienes civiles y municipales, y la Ley General de Ferrocarriles, que impulsó la industrialización y la modernización económica.
El Bienio terminó por las tensiones internas entre progresistas y unionistas, pero consolidó definitivamente el triunfo del liberalismo y la construcción del Estado burgués, centralizado, capitalista y constitucional.
El Sexenio Democrático (1868-1874): La Búsqueda de un Nuevo Régimen
La Revolución de 1868 y la Constitución de 1869
El Sexenio Democrático fue uno de los periodos más convulsos y transformadores del siglo XIX español. Comenzó con la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”, y terminó en 1874 con el pronunciamiento de Martínez Campos, que restauró la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII. En apenas seis años, España pasó por una revolución, una monarquía parlamentaria, una república y una profunda inestabilidad política y social.
La crisis final del reinado de Isabel II se debía a la corrupción de los gobiernos moderados y unionistas, la manipulación electoral, el autoritarismo, la falta de libertades y las continuas crisis económicas (especialmente tras 1866). En este contexto, los progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (1866), al que más tarde se unió la Unión Liberal. Su objetivo era destronar a Isabel II y establecer un régimen basado en la soberanía nacional y el sufragio universal.
En septiembre de 1868, los generales Prim y Serrano encabezaron un pronunciamiento militar en Cádiz con el lema “España con honra”. La victoria del ejército revolucionario en Alcolea obligó a Isabel II a exiliarse a Francia. Se formó un gobierno provisional presidido por Serrano, con Prim como ministro de la Guerra. Este gobierno convocó elecciones por sufragio universal masculino, aprobó la Constitución de 1869 y estableció las bases del nuevo régimen.
La Constitución de 1869, una de las más democráticas del siglo, proclamó la soberanía nacional, la división de poderes y el sufragio universal masculino directo (para mayores de 25 años). Reconoció amplias libertades individuales (de expresión, asociación, culto y enseñanza) y definió a España como una monarquía parlamentaria, con un rey limitado por la ley y un gobierno responsable ante las Cortes.
El reinado de Amadeo I (1871-1873)
Como Isabel II había sido destronada, las Cortes buscaron un nuevo monarca que encarnase los ideales constitucionales. Tras una intensa búsqueda, el elegido fue Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia Víctor Manuel II. Llegó a España en 1870, poco después del asesinato de su principal valedor, el general Prim, lo que debilitó enormemente su posición.
El reinado de Amadeo I (1871-1873) estuvo marcado por la inestabilidad. Los partidos que habían promovido la revolución —progresistas, demócratas y unionistas— pronto se dividieron, mientras los republicanos, carlistas y alfonsinos conspiraban contra él. A ello se sumaron graves conflictos sociales y económicos, el auge del movimiento obrero (influido por la Primera Internacional), el inicio de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) y la insurrección cubana del Grito de Yara (1868). Incapaz de gobernar ante tal caos, Amadeo abdicó el 11 de febrero de 1873.
La Primera República Española (1873-1874)
Ese mismo día se proclamó la Primera República Española, apoyada por los republicanos federales y radicales. El nuevo régimen aspiraba a construir un Estado moderno, descentralizado y democrático. Sin embargo, desde su inicio estuvo minado por la división interna entre unitarios y federales, las insurrecciones cantonales (como la de Cartagena), la continuación de las guerras carlista y colonial y la falta de apoyo del ejército y la burguesía. Durante menos de un año se sucedieron cuatro presidentes: Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar.
El fin del Sexenio y el camino a la Restauración
En enero de 1874, el general Pavía disolvió las Cortes por la fuerza e instauró un régimen autoritario bajo la presidencia del general Serrano. La República quedó así prácticamente extinguida. Finalmente, el 29 de diciembre de 1874, el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto proclamó rey a Alfonso XII, hijo de Isabel II, iniciando la Restauración borbónica.
El Sexenio Democrático fue un intento decisivo de establecer en España un régimen democrático y liberal basado en la soberanía nacional y las libertades ciudadanas. Aunque fracasó por la inestabilidad política, la oposición de las élites y la debilidad social del liberalismo, supuso un paso esencial hacia la modernización política y la consolidación de los valores democráticos en la historia contemporánea española.
La Cuestión Foral: Centralismo Liberal y Tradición
El origen del conflicto: fueros frente a Estado liberal
La cuestión foral fue uno de los problemas políticos más delicados y persistentes del siglo XIX español. Se refiere al conflicto entre el nuevo Estado liberal centralizado que se fue consolidando desde 1833 y los fueros tradicionales de algunos territorios del norte —principalmente Navarra, el País Vasco y parte de Aragón y Cataluña—. Estos fueros eran un conjunto de leyes, privilegios y sistemas fiscales propios, vigentes desde la Edad Media, que otorgaban a las provincias una amplia autonomía administrativa y jurídica.
Durante el Antiguo Régimen, los fueros coexistieron con la monarquía, ya que el poder del rey se consideraba pactado con los distintos territorios. Sin embargo, con la llegada del liberalismo y la idea de soberanía nacional, se impuso el principio de igualdad ante la ley y uniformidad administrativa, lo que chocaba directamente con los privilegios forales. La construcción del nuevo Estado liberal, unitario y centralizado, significaba, por tanto, una amenaza para la pervivencia de esos regímenes históricos.
Los fueros en las Guerras Carlistas
El conflicto estalló abiertamente durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840). El carlismo, que defendía el absolutismo y el catolicismo tradicional, encontró en las provincias vascas y en Navarra un apoyo muy importante precisamente porque el nuevo régimen liberal representaba la supresión de los fueros. Para los habitantes de estas regiones, los carlistas no solo luchaban por el rey Carlos María Isidro, sino también por la defensa de sus instituciones propias. De hecho, uno de los lemas carlistas fue “Dios, Patria y Rey, pero también Fueros”.
El conflicto concluyó con el Convenio de Bergara (1839), firmado entre el general liberal Espartero y el carlista Maroto. Este acuerdo estableció que los carlistas depusieran las armas y que el gobierno liberal “recomendaría al monarca el mantenimiento o modificación de los fueros, conciliándolos con la unidad constitucional de la monarquía”. En la práctica, el Decreto de octubre de 1839 reconoció los fueros “sin perjuicio de la unidad constitucional”, lo que significó que las instituciones forales se mantendrían, pero bajo la autoridad del Estado central.
La abolición foral y el Concierto Económico
En Navarra, el problema se resolvió parcialmente mediante la Ley Paccionada de 1841, que transformó el antiguo Reino de Navarra en una provincia foral. Esta ley suprimía el viejo régimen político pero conservaba una amplia autonomía fiscal y administrativa, basada en un “pacto” con el Estado. Las provincias vascas, en cambio, mantuvieron durante varias décadas su sistema fiscal y aduanero propio: los impuestos se recaudaban directamente allí y se negociaba con el gobierno central el llamado cupo o aportación económica al Estado.
El tema volvió a resurgir tras la Tercera Guerra Carlista (1872-1876), en la que de nuevo las provincias del norte fueron el principal bastión del carlismo. La victoria definitiva del Estado liberal y la llegada de la Restauración borbónica (1875) llevaron a la supresión definitiva de los fueros tradicionales. En 1876, el gobierno de Cánovas del Castillo promulgó una ley que abolía los fueros vascos y establecía la plena unidad constitucional y administrativa de España.
Sin embargo, las tensiones no desaparecieron. Para evitar un enfrentamiento económico con las provincias vascas, el gobierno negoció con ellas un nuevo sistema fiscal: el Concierto Económico (1878). Este acuerdo permitía a las diputaciones vascas recaudar y administrar sus propios impuestos, entregando al Estado una cantidad pactada (el cupo). El Concierto garantizaba una autonomía financiera considerable, que se mantendría durante buena parte del siglo XX.
En resumen, la cuestión foral fue un enfrentamiento entre tradición y modernidad: los defensores de los fueros veían en ellos la garantía de sus libertades históricas, mientras que los liberales los consideraban un obstáculo para la igualdad y la unidad del Estado. Aunque el liberalismo triunfó, el pacto fiscal vasco-navarro dejó abierta una vía singular de autogobierno dentro del Estado español, cuyo legado llega hasta nuestros días.
