La Construcción del Estado Liberal en España (1808-1874): De la Guerra a la Restauración


1. La Crisis del Antiguo Régimen y el Inicio del Liberalismo

1.1 La Guerra de la Independencia y el Gobierno de José I: Los Afrancesados

La Guerra de la Independencia española (1808-1814) fue un conflicto clave en el proceso de crisis del Antiguo Régimen y en el inicio de la construcción del Estado liberal en España.

El contexto previo se sitúa en el enfrentamiento entre Francia e Inglaterra, a la que Napoleón buscaba aislar en Europa bloqueando sus rutas comerciales, tras el fracaso de la confrontación bélica directa (Trafalgar, 1805). Napoleón consiguió convertir a España en un estado satélite de Francia mediante el Tratado de Fontainebleau (1807), que permitía la entrada de sus tropas al país. La presencia francesa fue progresivamente percibida como una ocupación de facto.

El conflicto estalló tras la abdicación forzada de Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón Bonaparte, quien, aprovechando la crisis de gobierno española, intervino en la gobernación de España, condenando al cautiverio a la familia real. Estas maniobras fueron percibidas por la población como actos hostiles, provocando una reacción de resistencia en diversas capas sociales (urbanas y rurales). Tras la entrada de las tropas francesas en Madrid, el levantamiento popular del 2 de mayo de 1808 supuso el inicio de una guerra desordenada y caótica entre el Ejército Napoleónico y la resistencia española.

Napoleón trató de evitar la guerra elevando al trono a un rey constitucional en la figura de su hermano José I y otorgando el Estatuto de Bayona (1808) de signo liberal, que incluía principios como la igualdad ante la ley económica, la abolición de la Inquisición y la creación de un sistema representativo. Los afrancesados, que eran partidarios de las reformas liberales y modernizadoras que José I quería implantar, vieron una ocasión para introducir en España cambios progresistas que el absolutismo borbónico había bloqueado. Pero la estratagema de Napoleón no surtió efecto y la guerra ya había comenzado.

La guerra, en parte convencional y en parte de guerrillas, duró seis años y combinó la lucha por la independencia con el rechazo al orden político impuesto por Francia, donde se luchaba en nombre del rey Fernando y la religión. La guerra enfrentó a fuerzas desiguales; mientras el ejército francés contaba con una maquinaria militar poderosa, la resistencia se acometió por iniciativa de líderes políticos locales que, ante la pasividad de las autoridades españolas, organizaron Juntas locales y provinciales, aglutinadas después en la Junta Suprema Central, que coordinaba los esfuerzos de guerra y convocaría las Cortes de Cádiz (1808).

La guerra atravesó tres fases:

  1. Éxito de la primera resistencia española (Batalla de Bailén, 1808).
  2. Intervención de Napoleón y la Grand Armée (ejército principal del Imperio Francés bajo mando de N. Bonaparte).
  3. Contraofensiva bajo el mando del duque de Wellington y expulsión de los franceses (Batallas de Vitoria y San Marcial, Irún, 1813).

El conflicto se caracterizó por una gran brutalidad, reflejada en la serie de grabados de Francisco de Goya “Los desastres de la Guerra”. Los franceses aplicaron una estrategia de represión violenta frente a la insurgencia, mientras que la resistencia española se apoyó en el campesinado y la ayuda militar del Reino Unido, dirigido por el duque de Wellington desde las bases en Portugal. Las guerrillas fueron importantes porque debilitaban a las tropas francesas con ataques sorpresa y sabotajes.

Las consecuencias sociales y económicas fueron graves: se estima que hubo 200.000 franceses y 300.000 españoles muertos, la destrucción de infraestructuras, la caída de la producción agrícola e industrial, y la presión fiscal impuesta, lo que provocó una crisis profunda. En este contexto, las autoridades españolas vieron el momento para edificar un nuevo modelo político que cristalizaría en la convocatoria de las Cortes de Cádiz (1810).

Un elemento clave en la guerra y sus consecuencias posteriores fue la división política entre los españoles. Los afrancesados defendían la centralización del Estado, la modernización administrativa y la secularización de la vida pública. Pero para la mayoría de la población, fueron vistos como traidores y la figura de José I careció de respaldo popular. El rechazo al invasor extranjero se impuso sobre cualquier afinidad ideológica con sus propuestas.

1.2 Obra Revolucionaria de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Tras la Guerra de la Independencia se inició una transformación política hacia la modernización del pueblo español que surgió en 1810 (debido al caos provocado por la ocupación francesa y la ausencia de poder central) una institución muy importante: las Cortes de Cádiz. La asamblea desarrolló un programa político y legislativo revolucionario que marcaría la historia de España.

Las Cortes, convocadas en 1810 por la Junta Suprema Central, estuvieron formadas por unos 300 representantes de territorios españoles (un representante por cada provincia del País Vasco y Navarra) y colonias americanas (60). Sin embargo, no eran totalmente representativas, porque debido a la guerra muchos diputados de las provincias y de América no pudieron asistir y fueron reemplazados por suplentes con ideas liberales, que eran mayoría en Cádiz. De tal forma que las Cortes reunieron a una generación de políticos influenciados por ideas ilustradas y liberales de Europa y América desde finales del siglo XVIII, aunque también hubo representantes conservadores realistas y miembros del clero.

En las Cortes había discusiones entre grupos políticos:

  • Los liberales radicales, que defendían reformas profundas.
  • Los liberales moderados, que preferían un cambio más gradual y conciliador.
  • Los absolutistas, que defendían la monarquía tradicional.

Estas diferencias marcaron la política española en todo el siglo XIX.

Una de las mayores aportaciones de esta asamblea fue la creación de la Constitución de 1812, conocida popularmente como «La Pepa», siendo aprobada el 19 de marzo (día de San José). Fue la primera constitución española y una de las más modernas de su tiempo, influyendo en otras constituciones europeas y americanas.

La Constitución de 1812 se basó en las ideas del liberalismo clásico, especialmente en la soberanía popular, la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y los derechos individuales, creando así una monarquía constitucional. Proclamó que la soberanía pertenecía a la nación y no al rey, una idea revolucionaria en un país acostumbrado al absolutismo. También estableció la igualdad ante la ley, eliminó los privilegios feudales y los señoríos jurisdiccionales, y garantizó la libertad de prensa y expresión. Sin embargo, mantuvo el catolicismo como religión oficial, reflejando la gran influencia de la Iglesia.

El texto creó un sistema parlamentario unicameral, donde las Cortes tenían poder legislativo y controlaban al poder ejecutivo. Reconocía como ciudadanos a los españoles tanto de la península como de América, aunque para estos últimos llegó tarde, ya que muchos estaban luchando por su independencia. La Constitución tenía un carácter reformista, buscando modernizar la política, sociedad y economía del país. Además de reconocer derechos civiles, trató temas como la abolición de la Inquisición, la reorganización del gobierno y la reforma de los impuestos. Aun así, tenía limitaciones, como que el voto solo estaba permitido a los hombres con propiedades o renta (sufragio censitario).

La Constitución de 1812 tuvo poca aplicación práctica durante la guerra, pero su valor simbólico fue enorme. Cuando Fernando VII volvió al trono en 1814, anuló la Constitución y restauró el absolutismo, iniciando una etapa de represión contra los liberales y cualquier forma de oposición. En realidad, Cádiz y sus Cortes no reflejaban la opinión de todo el país, ya que sus ideas eran demasiado avanzadas y audaces para una sociedad poco instruida y con problemas económicos. Aun así, la Constitución de 1812 quedó como el gran hito, referente fundamental del liberalismo español en los años siguientes.

Finalmente, es importante destacar la influencia internacional de la Constitución de 1812. Se convirtió en un modelo para otros movimientos liberales y republicanos, sobre todo en América Latina, donde las colonias luchaban por su independencia, aprovechando la crisis y el vacío de poder en España. Entre 1810 y 1825, España perdió casi todo su imperio americano, y muchas de esas nuevas naciones adoptaron ideas constitucionales inspiradas en La Pepa. De este modo, las Cortes de Cádiz formaron parte de un proceso global de cambio político y social que marcó al mundo occidental durante la era napoleónica y los años posteriores.

2. La Consolidación del Estado Liberal

1.3 El Triunfo del Liberalismo: La Construcción de la Estructura del Estado

El periodo que va desde el regreso del absolutismo con Fernando VII hasta la consolidación del liberalismo en los años 1870 es clave para entender cómo España pasó del Antiguo Régimen a un Estado moderno basado en ideas liberales. Además, el país tuvo que enfrentarse a una nueva realidad: tras perder casi todas sus colonias americanas en 1825, España dejó de ser una gran potencia y pasó a ocupar un papel secundario en el mundo.

Después de la caída de Napoleón y el fin de la Guerra de la Independencia, España tuvo que decidir entre mantener el absolutismo o adoptar un sistema liberal, basado en las ideas de soberanía popular y división de poderes. Fernando VII regresó al trono en 1814, aclamado por el pueblo, con la intención de restaurar el absolutismo y suprimió inmediatamente la Constitución de 1812, iniciando un periodo conocido como el Sexenio Absolutista (1814-1820), caracterizado por la represión política de los liberales de Cádiz y los afrancesados y la restauración de los privilegios del Antiguo Régimen. El contexto internacional le respaldaba: tras la caída de Napoleón y con Europa bajo las directrices del Congreso de Viena (1815), se buscaba el retorno a las monarquías absolutas y políticas conjuntas para frenar los movimientos revolucionarios.

Sin embargo, la presión social y militar provocó en 1820 el estallido de un pronunciamiento liderado por el coronel Rafael del Riego que obligó al monarca a reinstaurar la Constitución, dando paso al Trienio Liberal (1820-1823). Durante este periodo, con el restablecimiento de la Constitución de 1812, se intentó avanzar en la modernización del Estado aplicando las reformas liberales. Se suprimieron los señoríos jurisdiccionales, se intentó limitar el poder de la Iglesia y se promovió la libertad de expresión y asociación. Sin embargo, la resistencia de sectores conservadores, la Iglesia y el ejército absolutista, junto con la intervención militar internacional para restaurar el orden monárquico, frustraron estos avances.

Tras la nueva restauración absoluta de Fernando VII en 1823, se inició un periodo de represión más dura, la Década Ominosa (1823-1833). Pero la muerte del monarca en 1833 y el conflicto sucesorio al que dio lugar abrieron una incertidumbre política que facilitó el avance del liberalismo y la paulatina implantación de reformas que fueron poco a poco modernizando el país.

Antes de morir, Fernando VII eliminó la Ley Sálica mediante la Pragmática Sanción, que impedía reinar a las mujeres, para que su hija Isabel pudiera heredar el trono. Esto provocó el rechazo de su hermano Carlos María Isidro y de sus seguidores, los carlistas, que eran absolutistas. Durante la regencia de María Cristina de Borbón (también conocida como María Cristina de Nápoles), quien gobernó mientras Isabel II era menor de edad, surgieron las Guerras Carlistas (1833-1876). Estos conflictos enfrentaron a los liberales (o isabelinos) contra los absolutistas (carlistas) por el control político y el modelo de Estado. Los liberales, que apoyaban a María Cristina y los derechos de su hija, aprovecharon la primera guerra carlista para fortalecer el régimen constitucional y avanzar en la creación del Estado liberal. Su victoria en las guerras carlistas marcó el triunfo definitivo del liberalismo en España.

El Estado español empezó a organizarse como un sistema centralizado, con una administración pública moderna, un ejército nacional profesional y un sistema judicial renovado. En lo económico, uno de los aspectos clave fue la desamortización de bienes de la Iglesia y de los municipios, emprendida por Juan Álvarez Mendizábal en 1836 y luego por Madoz (1855). Tenían como objetivo debilitar la influencia económica y política de la Iglesia (una de las bases fundamentales del poder del Antiguo Régimen), además de sanear las finanzas públicas (esquilmadas por los gastos de la guerra carlista) y fomentar el desarrollo económico mediante la venta de tierras. Se pretendía crear una nueva clase de propietarios que respaldaran al régimen liberal y que impulsaran la explotación eficiente de tierras previamente improductivas, las llamadas propiedades de manos muertas (terrenos de la Iglesia, nobleza o comunales que no se podían comprar ni vender). Se trataba de una medida con implicaciones políticas, económicas y sociales. Sin embargo, esta política no dio los frutos esperados y la tan necesaria reforma agraria quedó postergada.

En este mismo ámbito, deben destacarse los primeros esfuerzos industrializadores, apoyados en su mayoría en capital extranjero, el inicio de la construcción del ferrocarril en 1848, esencial para el país, y el incremento subsidiario de la explotación minera, la industria siderúrgica, y el desarrollo del soporte financiero, ya durante el reinado de Isabel II, declarada mayor de edad con tan solo 13 años en 1843.

En el ámbito político, el liberalismo español se dividió en dos corrientes:

  • El liberalismo moderado, representado por Francisco Martínez de la Rosa y Práxedes Mateo Sagasta, que defendía una monarquía constitucional limitada y un sufragio censitario.
  • El liberalismo progresista/exaltado, liderado por Juan Prim y Espartero (héroe de la primera guerra carlista), que aspiraba a una mayor democratización política y reformas sociales profundas, creándose la base para un sistema de partidos políticos.

La Constitución de 1837 fue un compromiso entre estas corrientes, estableciendo un sistema constitucional basado en la soberanía nacional, la separación de poderes y el reconocimiento de derechos civiles, pero con cortapisas claras para la participación política, restringida con sufragio censitario. Además, establecía la confesionalidad católica del Estado.

El triunfo del liberalismo implicó la creación de un Estado moderno basado en principios constitucionales, aunque con importantes limitaciones y contradicciones: papel preeminente del ejército y de la burguesía (fuera de la participación política a las clases trabajadoras), economía agraria y atrasada, escaso nivel educativo, etc. La construcción del Estado liberal fue un proceso conflictivo, marcado por la confrontación entre absolutismo y liberalismo, la lucha entre diferentes facciones liberales, que se alternaban en gobiernos presididos por militares. También las resistencias sociales condicionaron la profundidad y alcance de las reformas. Estas se dieron en un clima de gran inestabilidad (32 gobiernos entre 1840 y 1868), con numerosos pronunciamientos militares. El intento del gobierno de centralizar y unificar el país chocó con la diversidad regional de zonas como Cataluña y el País Vasco, lo que provocó conflictos y tensiones.

Aun así, hubo grandes avances en la consolidación del Estado liberal, como:

  • La división de España en provincias (1833).
  • La creación de la Guardia Civil (1844).
  • La aprobación del Código Penal (1848).
  • La fundación del Banco de España (1856).
  • La Ley Moyano de Instrucción Pública (1857), que por primera vez reguló la educación no universitaria.

1.4 El Sexenio Democrático (1868-1874)

El Sexenio Democrático (1868-1874) fue un periodo corto pero muy importante en la historia de España, marcado por una gran inestabilidad política y por intentos de aplicar modelos democráticos y republicanos en medio de una profunda crisis social y política. Comenzó con la Revolución de 1868, “La Gloriosa”, que provocó la expulsión y exilio de Isabel II, impopular por su corrupción y su intervención en la política, poniendo fin a la monarquía borbónica en su primera etapa. El descontento con el reinado de Isabel II, lleno de corrupción, inestabilidad y problemas sociales sin resolver, fue lo que originó esta revolución. La encabezaron liberales progresistas, demócratas, republicanos y militares, entre los que destacaban Juan Prim y Francisco Serrano.

Después de la caída de Isabel II, se estableció una regencia provisional y se convocaron Cortes Constituyentes para crear un nuevo sistema político. Se decidió mantener una monarquía parlamentaria, y tras aprobarse la Constitución de 1869, el Parlamento eligió como rey a Amadeo I de Saboya en 1870, un príncipe italiano con fama de liberal y moderno. Sin embargo, su reinado fue muy difícil: sufrió rechazo popular (por ser considerado un “rey extranjero”), crisis económica, conflictos sociales y el inicio de la Tercera Guerra Carlista, donde los absolutistas ganaron fuerza en el norte.

Durante este tiempo se intentaron aplicar importantes reformas políticas, sociales y económicas, inspiradas en la Constitución de 1869, una de las más progresistas de su época. Esta reconocía:

  • El sufragio universal masculino.
  • La libertad religiosa, de prensa y de asociación.
  • La abolición de la pena de muerte y la esclavitud.
  • El juicio por jurado y la unificación de la moneda (la peseta).

También impulsó la Ley del Matrimonio Civil (1870), que reforzó la separación entre Iglesia y Estado.

Aun así, el Sexenio Democrático estuvo marcado por la inestabilidad constante. Los monárquicos borbónicos, los carlistas y los republicanos radicales (todos opuestos a Amadeo I) desafiaban continuamente al gobierno, mientras que los movimientos obreros y campesinos comenzaban a presionar por reformas sociales más profundas. A esta inestabilidad se sumó la Guerra de Cuba, iniciada en 1869 y que duró diez años, marcando un momento en la lucha de la isla por su independencia.

En 1873, tras la abdicación de Amadeo I, el Parlamento proclamó la Primera República Española, un hecho inédito en un país donde la monarquía y el catolicismo habían sido pilares tradicionales, como señaló el historiador Juan Pablo Fusi. La nueva república intentó consolidar un sistema democrático, pero se vio atrapada en una fuerte división ideológica entre centralistas y federalistas. La República tuvo que afrontar graves problemas: la falta de consenso político (hubo cuatro presidentes en apenas once meses), la continuación de la Guerra Carlista y la Guerra de Cuba, las revueltas federalistas y revolucionarias en Levante y Andalucía (las llamadas Revoluciones Cantonales), y el surgimiento de los primeros movimientos obreros.

Aunque se intentaron reformas sociales y una descentralización política, la debilidad institucional y las divisiones internas impidieron crear un proyecto estable y redactar una constitución acorde al nuevo modelo republicano. Tras el golpe militar del general Pavía, que puso fin a la Primera República, el general Arsenio Martínez Campos, con apoyo de Antonio Cánovas del Castillo, llevó a cabo en 1874 un pronunciamiento que restauró la monarquía borbónica con Alfonso XII. Así terminó el Sexenio Democrático y comenzó el período de la Restauración. Convencido por Cánovas, el joven rey publicó el Manifiesto de Sandhurst, donde se autoproclamó monarca constitucional y prometió una etapa de estabilidad, basada en el respeto a las instituciones y los derechos civiles.

1.5 La Cuestión Foral: La Situación del País Vasco

La cuestión foral fue uno de los temas complejos y persistentes de la historia política del siglo XIX, y el País Vasco fue el territorio donde esta problemática tuvo mayor intensidad. Los fueros eran un conjunto de derechos y privilegios históricos que regulaban la organización política, administrativa y fiscal de las provincias vascas, Navarra y parte de Cataluña y Aragón, y que se remontaban a la Edad Media. Su origen fue complejo y diverso, pero en gran medida procedía de usos y costumbres escritos hacia finales del siglo XV.

Estos fueros otorgaban a los habitantes de dichas regiones una amplia autonomía dentro de la monarquía española (que debía respetar y jurar los fueros), con instituciones propias —como las Juntas de Guernica en Vizcaya—, leyes propias y exenciones fiscales y militares (estas últimas limitadas al territorio vasco). Así, los notables vascos (los jauntxos, propietarios rurales y autoridades locales) gozaban de gran autonomía para ejercer su autoridad, mientras que los campesinos y pequeños trabajadores urbanos se beneficiaban del sistema foral, que los protegía de los abusos de la Corona y les permitía comerciar libremente con otras regiones europeas. Los fueros definían también una relación especial de los territorios vascos con los reinos de España, que incluía las aduanas interiores, las cuales limitaban las prerrogativas comerciales del País Vasco y que varias veces se intentaron eliminar.

La defensa y mantenimiento de los fueros fue un pilar esencial de la identidad vasca y navarra, así como un punto clave en los conflictos políticos y militares del siglo XIX. Ya en siglos anteriores se habían producido revueltas populares llamadas matxinadas, motivadas por medidas que violaban los fueros (contrafuero). La más reciente fue la Zamacolada de 1804, causada por el proyecto del Puerto de la Paz en Abando (Bilbao), que ponía en riesgo la exención militar de los jóvenes vascos. Las aspiraciones centralizadoras del nuevo Estado liberal español y las ambiciones comerciales de la burguesía vasca liberal chocaban con esta situación jurídica especial del País Vasco.

Las Guerras Carlistas (1833-1876) tuvieron un componente fuertemente foral, en País Vasco y Navarra. Los carlistas, defensores del absolutismo y de la monarquía tradicional, resumían su ideario en el lema “Dios, patria, rey y fueros”. Con gran apoyo en el mundo rural, prometían mantener y respetar los fueros como símbolo de la identidad regional frente a los intentos centralizadores del Estado liberal. Durante estos conflictos se dio una clara oposición entre el campo y la ciudad: el campo, mayoritariamente carlista, se enfrentaba a las ciudades, bastiones del liberalismo. Eran dos visiones del mundo opuestas: una tradicionalista y reaccionaria, y otra moderna y progresista. La toma de Bilbao fue una obsesión para los carlistas, pero nunca la consiguieron. El general Zumalacárregui, héroe de la primera guerra carlista, murió en 1835 por las heridas sufridas durante el sitio de Bilbao.

Tras la victoria liberal, el Estado inició un proceso de centralización y uniformización legal y administrativa que puso en peligro los fueros. Tras el Abrazo de Vergara, que puso fin a la Primera Guerra Carlista (con unos 150.000 muertos), la ley de octubre de 1839 —aunque parecía respetar los fueros— los subordinó a la unidad constitucional de la monarquía española. Más adelante, el decreto de 1876, que puso fin a la Tercera Guerra Carlista, supuso la supresión parcial de los fueros en el País Vasco y Navarra (la Ley Paccionada de 1841 había limitado los de Navarra).

Sin embargo, en 1878 se establecieron los Conciertos Económicos, que permitieron a las provincias vascas conservar una autonomía fiscal y financiera. Este sistema consistía en que las diputaciones forales recaudaban los impuestos y entregaban al Estado una cantidad fija, el cupo, lo que dio lugar a una fórmula singular de autogobierno económico que fue clave en el desarrollo industrial vasco.

Desde el punto de vista ideológico, los defensores de los fueros sostenían que respetarlos era fundamental para proteger la identidad, cultura y derechos históricos del pueblo vasco frente a un Estado centralizador. Esta defensa se convirtió en una de las raíces del nacionalismo vasco a finales del siglo XIX. Por otro lado, el Estado liberal consideraba los fueros un obstáculo para crear un Estado-nación moderno y centralizado, basado en la igualdad ante la ley y la unidad territorial (recordando el problema de las aduanas interiores).

En conclusión, la cuestión foral refleja las dificultades del Estado liberal español para integrar las distintas identidades territoriales y explica las raíces históricas de los regionalismos y nacionalismos que aún perduran hoy.

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