La presencia de Roma en la Península Ibérica


La presencia de Roma en la Península Ibérica se prolongó desde finales del siglo III a.C. hasta principios del siglo V d.C. Se puede dividir en tres fases:

  • Conquista, de finales del siglo III a.C. a época de Augusto,
    • primera parte que se inició en el 218 a.C. con la guerra púnica. Abarcó la zona ibera. Dividieron la zona en dos provincias: Citerior al norte, Ulterior al Sur. La conquista del centro y oeste peninsular frente a Lusitanos y celtíberos (Segeda, Numancia, 133 a.C.) La lucha en tiempos de César Augusto contra los cántabros. (18 a.C.)
  • Principado, del siglo I al III d.C., y
  • Antigüedad Tardía del siglo III d.C. hasta la desintegración de la autoridad imperial en occidente a finales del siglo IV d.C. (476)

Durante este largo periodo tuvo efecto un proceso de transformación gradual de los habitantes de los pueblos peninsulares en ciudadanos del Imperio romano, que fueron asumiendo las costumbres, la organización política, jurídica, religiosa y social romanas, y al que conocemos como romanización. Hispania fue dividida inicialmente en dos provincias (Citerior y Ulterior). Tras finalizar la conquista de Hispania, Augusto la dividió en tres provincias: la Baetica con capital en Corduba (Córdoba), la Tarraconensis con capital en Tarraco (Tarragona), y la Lusitania con capital en Emerita Augusta (Mérida); después, en la Antigüedad Tardía se crearon la Carthaginensis, la Gallaecia y, por último, la Balearica. Al frente de las mismas se encontraba un gobernador con competencias administrativas, jurídicas, militares y fiscales. A su vez estas estaban divididas en conventos jurídicos. La llegada de Roma supuso una profunda transformación de la economía, animada por la generalización del uso de la moneda, con un desarrollo muy importante de la actividad minera (plata y oro), agroalimentaria (vino, aceite, salazones), artesanal (cerámica) y comercial. Igualmente, supuso la implantación de las formas de organización social romanas (reducida aristocracia -senadores y caballeros-, negociantes y propietarios de villas agrícolas, trabajadores libres -campesinos y artesanos- y esclavos), así como la difusión de su religión, cultura y costumbres (política, importancia de la guerra, división social, ocio y espectáculos, arquitectura y obras públicas, comercio…). Con la romanización las antiguas ciudades se revitalizaron y, junto a ellas, las «colonias» (ciudades fundadas por los romanos: Tarraco (Tarragona), Caesar Augusta (Zaragoza), Hispalis (Sevilla), Emerita Augusta (Mérida), etc.) se convirtieron en el centro administrativo, jurídico, político y económico de la Hispania romana; en ellas se construyeron edificaciones (teatros, foros, templos, anfiteatros, baños públicos, acueductos…), convertidos hoy en uno de los legados más representativos del pasado romano. Una importante red de calzadas las comunicaba entre sí y con el resto del Imperio (Vía Augusta, Vía de la Plata…). La presencia romana dejó como legado importantes elementos culturales como el latín, del que derivan todas las lenguas habladas en la actualidad en la Península a excepción del euskera, y el derecho romano, lo que contribuyó a cohesionar dentro del Imperio a los habitantes de Hispania, cuna de intelectuales como Séneca, Quintiliano y Marcial, y de emperadores como Trajano, Adriano y Teodosio.

Durante el califato Omeya se produjo la segunda ola de la expansión territorial del Islam en el norte de África, donde el cargo de gobernador recayó en el árabe Musa ibn Nusayr (gobernador del norte de África).

En la otra orilla del Mediterráneo, la situación del Estado visigodo de Hispania era decadente. Los signos de descomposición eran claros: crisis política y debilidad de la monarquía (morbo gótico), corrupción de la aristocracia separada de las clases populares, querellas internas (como la rebelión del dux Paulo) y malestar social y regresión económica (motivada por pestes, malas cosechas y hambrunas; huidas de esclavos, bandolerismo…) y disensiones doctrinales entre el catolicismo oficial y el arrianismo extendido entre el pueblo.

Esta situación de fragilidad del poder y de descontento fue aprovechada por el Estado islámico, que se hallaba en plena fase de expansión territorial y al que se acababa de incorporar la población norteafricana. Tras unas expediciones de tanteo, en el año 711 el ejército berebere musulmán cruzó al mando de Tariq el estrecho de Gibraltar y se apoderó de Algeciras. Tras vencer al rey Rodrigo, el lugarteniente de Musa, Tariq siguió avanzando en la conquista y Toledo, se le entregó. El año 712 Musa llegó también a la Península Ibérica y abrió otro frente de conquista hasta reunirse con Tariq y, desde Toledo, ambos ejércitos se dirigieron a conquistar el valle del Ebro. Zaragoza cayó en el 714 y la expansión continuó hacia el norte. La conquista y organización de la nueva provincia se completó con el hijo de Musa, Abdelaziz, nombrado gobernador de Al-Ándalus. En cinco años los musulmanes conquistaron prácticamente toda la Península Ibérica. Fue una ocupación rápida y fácil, sin apenas resistencia porque los musulmanes respetaban la preeminencia social de los visigodos, y les dejaban mantener su religión y sus bienes patrimoniales a cambio de tributos y de someterse a su autoridad.

La propia sencillez de la religión musulmana y las ventajas de pertenecer a un sistema de gran desarrollo y fortaleza en todos los aspectos (económico, político, cultural, etc.) como era el islam en la Alta Edad Media, hizo que fueran conquistando con facilidad a base de pactos.

Hispania quedó incluida dentro del Imperio islámico con el nombre de al-Ándalus y se convirtió en una provincia dependiente del califato omeya de Damasco. Solo las regiones montañosas de las zonas cantábrica y pirenaica quedaron fuera del control de los musulmanes.

Las fases de la evolución política de al-Ándalus desde su conquista hasta su desaparición fueron:

Emirato dependiente (711-756). Desde el 711, la nueva provincia del Imperio islámico en la Península Ibérica, recibió el nombre de al-Andalus, quedó al mando de un gobernador (walí) delegado del gobernador del Magreb que, ejercía el poder por delegación del califa de Damasco. Este periodo de los gobernadores estuvo marcado por la rivalidad entre los clanes árabes y los intentos de expansión más allá de los Pirineos. Destacar la revuelta bereber en el 740. –Emirato independiente (756-929). En 756, Abderrahmán I, único superviviente de los Omeyas destituidos y aniquilados en Oriente por la nueva dinastía califal, la Abbasí, se instaló en Córdoba con el título de emir. Ese emirato omeya, independiente del califa Abbasí de Bagdad en lo político, pero no en lo religioso, duró más de siglo y medio durante el cual se profundizó en la islamización y arabización de la población andalusí. Los emires debieron hacer frente a diversas revueltas internas, fundamentalmente en las Marcas o zonas fronterizas, y a la presión de los reinos cristianos que desde el norte peninsular iban ganando terreno. –Califato omeya de Córdoba (929-1031). Abderrahmán III se proclamaría califa en Córdoba en 929, restaurando la autoridad omeya dentro y fuera de sus fronteras e iniciando la etapa más floreciente del islam andalusí. Pero con el tercer califa el poder efectivo cayó en manos de su mayordomo Almanzor, quien ejerció una dictadura personal durante la cual la actividad militar contra los reinos cristianos fue muy intensa. La dictadura continuó con sus hijos hasta 1009, cuando en el califato andalusí comenzó una guerra civil que llevaría a su caída y desmembración en diversos reinos de taifas independientes gobernados por linajes árabes, bereberes, muladíes o eslavos, todos enfrentados entre sí. –Reinos de Taifas (1031-1086). La desintegración del califato provocó la formación de pequeños Estados independientes llamados taifas. Estos comenzaron a enfrentarse entre sí lo cual fue aprovechado por los reinos cristianos para imponerles tributos y avanzar en su conquista. Este periodo es uno de los más brillantes culturalmente, pero su debilidad política y sus enfrentamientos marcan el inicio de la decadencia de la presencia musulmana en la península. –Dinastías norteafricanas (1086-1237). En ayuda del islam andalusí llegaron desde el Magreb los Almorávides en 1086 quienes, ante la desunión de los reyes de taifas, los destituyeron y anexionaron a su Imperio. A mediados del siglo XII fueron sustituidos en el control de sus territorios magrebíes y andalusíes por otro grupo del mismo origen, los Almohades. Estos en 1146 enviaron sus tropas para frenar a los cristianos, pero en 1212 fueron derrotados por los cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa, cuyo avance territorial era ya imparable. –Reino nazarí de Granada (1237-1492). A inicios del siglo XIII la autoridad política de los almohades era débil y a mediados de siglo al-Ándalus quedó reducido al reino nazarí de Granada, (el nombre deriva del primer gobernante de la dinastía que fue Muhammad ibn yusuf ibn Nasr). Este se mantuvo como reino islámico durante más de dos siglos, aunque tributario del rey castellano, hasta acabar siendo anexionado al reino cristiano de los Reyes Católicos en 1492 cuando éstos pactaron con el rey Boabdil la rendición de Granada. (Boabdil es el nombre cristiano para Abu Abd Allah)

La unificación de los habitantes del territorio islámico siguió dos procesos: la islamización y la arabización. Ambos fueron progresivos pero muy intensos y extensos. La adopción de la lengua árabe afectó también a los no-musulmanes, de forma que toda la población andalusí hablaba árabe y todos participaron de la cultura araboislámica.

La actividad económica predominante en al-Ándalus fue la agrícola. Impulsaron los cereales, la vid y el olivo. Perfeccionaron los sistemas de regadío (acequias y norias) e introdujeron arroz, cítricos, algodón, azafrán… Destacó la apicultura y en ganadería la oveja y el caballo.

La ciudad vivió una revitalización y la economía urbana basada en la artesanía y el comercio fueron claves. Prosperó la producción de tejidos de seda o lino, el trabajo del cuero, la fabricación de cerámica y vidrio… El comercio, favorecido por la acuñación de moneda, fue muy importante gracias a una extensa red urbana y a un eficaz sistema de comunicaciones. Se exportaban productos de lujo, algunos minerales y agrarios y se importaban oro del Sudán, especias de oriente, armas y esclavos.

La sociedad andalusí fue urbana; Córdoba fue su capital durante varios siglos y llegó a ser la ciudad más importante de occidente con unos 100.000 habitantes en el siglo X. Sevilla cogió el testigo tras el fin del califato de Córdoba, destacando también otras ciudades como Toledo, Granada…además, los musulmanes fundaron nuevas ciudades como Madrid (Mayrit en el siglo IX) y Guadalajara (entre el siglo VIII y IX). Estas se organizaban alrededor de la medina y en ella se ubicaban la mezquita, la alcazaba (recinto fortificado) y el zoco (mercado). La sociedad estaba encabezada por una aristocracia árabe o hispanovisigoda (paulatinamente islamizada), que poseía las mejores tierras y ocupaba cargos públicos. Debajo de ellos estaban los guerreros, agricultores, artesanos, comerciantes… formado por bereberes, muladíes, cristianos (mozárabes) y judíos. Les seguían los libertos (esclavos que habían conseguido su libertad al convertirse al islam) y los esclavos (de origen africano o eslavo).

En el campo científico destacaron Maimónides y Averroes y se desarrollaron la astronomía, las matemáticas, la medicina…. Los musulmanes actuaron como transmisores de conocimientos,(mundo helenístico y del Oriente) destacó Avempace o Averroes, redescubridor de Aristóteles. Córdoba fue uno de los focos más activos culturalmente del mundo islámico. La Península Ibérica fue, precisamente, el puente que trasvasó esos grandes avances intelectuales y científicos a Europa occidental.

Nuestro léxico conserva muchas palabras de origen árabe (alcalde, algarabía, ojalá,

Guadalquivir…o en los nombres de nuestros pueblos: Binéfar, Binaced, Almunia…  El arte, fue una mezcla del islámico y de las tradiciones romana y visigoda: destacan la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada y la Aljafería de Zaragoza.

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