Publicar luego


Tarde de sol, paz de aldea. Se le vino en mientes este verso, leído no recordaba dónde, no sabía cuándo… Tarde de sol… Desde el abra se puso a contemplar la villa natal. Media legua quebrada abajo se asentaba el pueblo. Era humilde: casas de una sola planta, con techumbre de barro, lo que le daba un aspecto terroso. Sólo el arbolado, molles en su mayoría, algunos álamos y eucaliptos, resaltaban la verde jugosidad de su fronda sobre la pardura del caserío. A la orilla del villorrio, la ancha playa grísea por donde el río arrastra sus aguas azulosas con tedio, por el arenal sediento. Adolfo se puso triste. Dió en reflexiones irónicas: – ¿Este es el pueblo que se enorgullece de sus «tradiciones heroicas», de su soberbio nombre, «San Javier de Chirca», y se cree el centro del mundo? Avizoró un momento más la lejanía. Luego picó su andadura. Trotaba ahora por una sinuosa vereda. La quebrada, cubierta de ralo monte de churquis y algarrobos, en ángulo divergente, se extendía a ambos lados. Luego divisó el «dique» que por esta parte del Norte protege a Chirca de las riadas que por la época de lluvias descienden impetuosas amenazando vencer los defensivos y cargar con los alegres y confiados chirquenses. Llegó, por fin, al pueblo. Tomó por la primera bocacalle. Anduvo por dos callejas. Luego torcíó a la derecha. Siguió caminando. Silencio sepulcral. Ni un hálito de vida por ninguna parte. El sol, sólo el sol, cayendo sobre el enjalbegado de las paredes, iba dorándolas a fuego lento. Anduvo una «cuadra» más. Tampoco señales de vida. Sólo allá calle abajo, cimbreante, donairosa, iba una chola de pollera roja y manto celeste. En la límpida trasparencia de la atmósfera y la fatal soledad de la calleja, la visión de aquella moza garrida, robusta como una Madona del Tiziano y vital como un vaso de leche, le impresiónó. ITanta vida en medio de tanta quietud! Pasó por delante de ella. Ella lo deslumbró con el relámpago de su mirada. Era morena, de anchos ojos negros. – iUna real hembra! – pensó Adolfo. Llegó a la plaza «Campero». Ni un alma tampoco. El «molle», el ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 2 «molle» por antonomasia, – según lenguas el más corpulento y el veterano de todos los molles de la provincia -, «el decano» de los molles, sombreaba las aceras que avanguardan el jardín de la plaza. Uno que otro tenducho con las puertas abiertas. Sin mayores indicios de actividad. El sol, sólo el sol, un sol de aldea y de tarde, cansino y lento iba languideciendo con sus rayos de oro pálido sobre la materialidad inerte de las cosas sumergidas en qué cósmica somnolencia. Adolfo se repitió el acre estribillo: – Tarde de sol… Paz de aldea.. . II Diez de la mañana. Doña Eufemia, trajeada, como de costumbre, con un monjil traje de merino negro, iba arrastrando los pies de la cocina al comedor. Quería, tan luego como despertase su hijo, servirle la sacramental taza de café que en San Javier lo hacen con una pulcritud, gusto y severidad, que alcanza los límites de un sentimiento religioso, la religión doméstica. Tímidamente empujó la puerta del aposento destinado a Adolfo. Se asentaba éste en el frente Norte del patizuelo de la casona. Por un ventanuco, miraba a la calle «General Mariscal». El lecho, empotrado, al entrar, en el ángulo derecho. – Adolfo… – llamó doña Eufemia. Despertó, somnolente aún. Restregóse los ojos. Se incorporó de medio cuerpo. Recibíó, agradecido, el café. La contempló a su madre: «iQué arruinada estaba! Sus ojos, negros, grandes, se le habían hundido; la piel de las sienes, arrugado; el cabello, encanecido. En los labios se acentuaba esa expresión de vencimiento y amargura como de quien está próximo a llorar. A llorar con un gesto de vencimiento. IQué arruinada estaba su madre!» Departieron del pueblo, de los parientes, tantos. Mas, a cada momento pasaba, flotando, el recuerdo subentendido de don Ventura. Vagaba su espíritu, su voluntad férrea, en cuanto había en las cosas de la casa. En cuanto pasaba en el espíritu de los suyos. Había sido tan fuerte siempre, tan trabajador. Tan hombre. Sin decirse palabra, madre e hijo, añoraban la sombra tutelar de aquel hombre fuerte y bueno que ahora sólo vivía en el recuerdo. – Señoray… – ¿Jaaá…? ¿Quién…? – Yo, señoray… Era la sirviente de los Manrique: LA CHASKAÑAWI 3 – Me ha mandado mi señora doña Ángela a preguntar que cómo se habrá llegado el niño Adolfito y a saludarlo en nombre de mi patrona y de mis niñitas… – Diles que les agradecemos mucho. Ha llegado bien. Pronto ha de ir a visitarlas. Lo de siempre. Salutaciones de bienvenida. Es difícil encontrar otro pueblo más ceremonioso cuanto a cumplimientos sociales: la cuestión de la acera es un asunto de honor y las salutaciones de bienvenida, un rito. Saudoso del calor familiar, Adolfo quería recuperarse en estos quince días que debía permanecer en Chirca y en el seno de los suyos, de sus cuatro años de nostalgia hogarena que sufríó desde la gélida «casa de pensión» donde Reyes trituraba su murria de «estudiante forastero», allá, en la capital de la República. Adolfo, que al decir de sí mismo, «era huraño como un indio», en la jacarandosa Chuquisaca representó siempre el tipo del «estudiante de provincia» que tiene algo de inasimilable para la ciudad. Por su seriedad, su mutismo y hasta su misoginia, los compañieros de la Facultad de Derecho, cuyos cursos seguía, le pusieron el apodo de «El Viejo». Arisco, reconcentrado, de pocas palabras, en un comienzo, cuando ingresó a Secundaria, despertó la rechifla de sus condiscípulos. Mas pronto los peso a raya con esa energía desesperada y dignidad ofendida de los ajenos al ambiente, con un acto de hombría. Comprendieron que en él había fuerza, inteligencia y dinero. Procuraron luego ganárselo a su amistad. Pero Reyes jamás pudo vencer – especialmente con las mujeres de sociedad – lo arisco de su carácter, su aldeana hurañez, esa desconfianza apriorística de su propio valer. Por ello, mientras vivíó en Sucre, el círculo de sus amistades y relaciones no pasó del radio de los compañeros de la Facultad y fuera de una rara veleidad sentimental con muchachas modestas de los barrios pobres o de una tunantada con mujerzuelas en la calle Calixto, donde lo arrastraban sus amigos, nunca pudo enhebrar ni siquiera la hebra de seda de un flirt con una del señorío chuquisaqueño. Las conocía de lejos, por la fama de lindas o de coquetas que tenían; él se juzgó siempre fatalmente incapacitado para aspirar a aquellas alturas que las enseñoreaban jovenzuelos petimetres y relamidos, que si bien resultaban negados de talento en la Facultad, disfrutaban de todas las prerrogativas por llevar un apellido ilustre o vivir sin mayor preocupación trascendente que la impecable raya del pantalón. Ello no quiere decir, empero, que algunas del llamado «señorío» no ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 4 hubiesen parado mientes en la fina distinción de su persona y sabían que, además de ser de «buena familia», era hombre de fortuna. Pero era tan esquivo que no creían que aquel joven «tan serio» tuviera un ápice de sentimentalidad amorosa. Era al contrario. Tanto de fuego tenía por dentro, como era de frío por fuera. Y conocía el amor. Lo conocía con esa profundidad dolorosa de los corazones callados. Mal callados. – Sí – se dijo Adolfo, rememorando estas fallas de su carácter y aquellos acaecimientos de su.Vida; los que más contribuyeron a mustiarle la vida y aridecer su corazón: – Soy de la familia de esos hombres que, como Stendhal y Amiel, en vez de vivir, se analizan. Siempre seré un desgraciado. A media tarde, cuando disminuyó el bochorno, salíó de paseo. De su casa, esquina de la calle «General Mariscal», tomó barrio arriba. Anduvo una cuadra. No dió con un alma viviente. Fué avanzando por la otra cuadra. Al final, la casa de don Agustín Villafani. Volteó la esquina. Emprendíó por la derecha. Anduvo otra cuadra. Desembocó en la «quebrada» occidental, llamada popularmente de «Uraycanto». Quebrada abajo fué caminando con dirección a la playa. A la derecha, los muros traseros de las casas, defendidos por diques de cal y canto; a la izquierda, el desparramado caserío de los vecinos y chociles de los indios. En todo el ambiente tal de dejo de pasividad inerte, una calma tan ensimismada… Un pueblo muerto. Sólo cuando anduvo como un cuarto de kilómetro, lo vió a su primo Aniceto Díaz holgazanamente apoyado contra la jamba de la puerta de una tienda; de pantalón de bayeta blanca, americana verdosa y un sombrero negro, grasiento, caído sobre las cejas. Cuando divisó a Reyes, Aniceto fué a su encuentro, ruborizado, zurdeando, como un palurdo. Se abrazaron. Invitólo a pasar al tenducho. – ¿Aquí vives? – inquiríó Adolfo, paseando la vista por el contorno. Era un tenducho angosto, el piso de barro, desigual. Una mesa sucia, renga, llena de papeles, a un lado. Una cama arrollada, con fullos de caito, al otro. Dos sillas desvencijadas. Aniceto, avergonzado de la pregunta, como disculpándose, repuso: – No… Yo vivo en la casa de mi madre… Es que… – hizo un guiño significativo -. Aquí vive… «la socia» … Te la voy a presentar -. Llamó. Entró una chola de mediana estatura, desarrapada, con cara de LA CHASKAÑAWI 5 pocos amigos. Aniceto, sin abandonar su aire palurdo y su rubor, se la presentó: – Es «mi socia». Al decir esto parecía, por una parte, pedir perdón a Adolfo; por otra, a la chola. Ésta, con desenfado, con aplomo, le extendíó la mano. Una mano gruesa, varonil, sucia. Le apretó con fuerza: – Petrona Rodríguez, señor, para servir a usted. Al rato, con aire de confianza, le preguntó, en keswa: -¿Ajquetata sirvicuhuajchu? Mientras libaban, Adolfo pensó en Aniceto. IA lo que había llegado! … Rememoró su figura apenas hacía cuatro años, cuando lo dejó; entonces era un joven de ojos vivaces, labios sonrientes, cabellos negros y ondulados. Un joven distinguido. Se las daba de tenorio. Y, ¿ahora?… Hasta tonto, de palabra tartajosa, cerebración incoherente, lo encontró. El cabello, ya canoso, le daba una faz de vejez prematura; el rostro, lleno de arrugas y la piel con esa palidez sudosa, fofa y verdeamarillenta de los bebedores consuetudinarios. La dentadura cubierta de sarro. En toda su persona se acentuaba ese hálito de fatalismo que flota como una maldición sobre las almas vencidas, los hombres resignados a la desventura, como pasa también con las casas abandonadas. Con una honda emoción de pena se despidió Adolfo de Aniceto. Al respirar el aire puro de la quebrada, se alivió de su depresión espiritual con un hondo suspiro: – iPobre Aniceto! … IHaber caído en poder de semejante chola! III Domingo. Sol. Calma de pueblo. A las nueve ha comenzado a repicar la campanita de la capilla de San Javier, llamando a misa. Señoras y señoritas, cholas e indias, se encaminaban al templo. La capilla se encuentra en la plazuela llamada de «San Javier», a la cabecera del pueblo, avanguardada en sus tres frentes por el caserío y al Norte, por el cinturón blanquecino del «dique». Como el templo es reducido, apenas si puede contener a parte de la concurrencia; los pocos caballeros y algunos artesanos que tienen la ocurrencia de «oír misa», deben hacerlo desde el atrio, permaneciendo de pie a la sombra de un copudo algarrobo erguido como a veinte pasos frente por frente de la capilla. Concluído el santo oficio, han ido saliendo los fieles. Primero las indias, de burdas almillas de bayeta azul o parda y, otras, más modernizadas, el busto con rebozos de claros colores; luego, las ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 6 cholas, airosas y esbeltas, con polleras de colores vistosos. Al final, las señoras y señoritas. Éstas, que en su conjunto, no llegan a una treintena, bajan en grupos de tres o cuatro, presididas por la corpulencia venerable de sus mamás. Uno de esos grupos estaba constituído por las tres Manrique: Irene, Elena y Antonia; Amalia Vega, Luisa Villafani y Julia Valdez. En la Plaza «Campero» han tornado asiento en un banco, a la sombra del molle patriarcal. Al rato, ha pasado por delante de ellas Adolfo Reyes, en compañía de su primo Fernando Díaz. Movimiento espectacular de las muchachas. – ¡Había llegado, pues, el Adolfito!.. – exclamó, ruborosa, Julia Valdez. – ¿No sabías? – extrañó Elena Manrique. Nosotras supimos ya anteayer, al ratito que llegó. Al día siguiente le mandamos saludar. Ya ha de venir a visitarnos. Dizque es un joven «muy educado». – iClaro! – reflexiónó, irónica, Amalia Vega -. Como que a eso ha ido a Sucre. No faltaba más que después de hacer gastar tanto a sus padres, todavía regrese hecho un zote, como los jóvenes de aquí. ¿No ven cómo es de buenito el Fernando? – Sí, sí, el Fernando es muy educado «con las señoritas» – apoyó Elena -. No es «cholisto» como los… Otros. – Eso… ¡quién sabe! -desconfió Irene, la mayor de las Manrique. En oposición a su hermana, era alta, espigada, de ojos glaucos y nariz picuda. Elena, petiza, morena, graciosa, de un mirar aterciopelado y genio movedizo. – ¿A que no hacemos una cosa? – propuso Elena. – ¿Qué… ? – inquiríó Elena. – Le damos un baile festejando su buena llegada. – No estés metíéndote, vos, zamba, a estar haciendo bailes. Ya sabes las consecuencias cuando se llega a hacer y las habladurías que cuesta. ¡Vos no escarmientas! Elena hizo un mohín de disgusto torciendo el rostro en dirección opuesta al de su hermana. Replicó luego, no menos agria e intencionada: – ¡Claro! … Como que a vos no te conviene. – ¿Qué dice esta zamba… ? Dirás porque no esta aquí el Miquicho… IBaff! … IMe importa tanto! … – Sí, y te estás muriendo por él, cuando ni siquiera te hace caso… – persistíó. Elena. Ambas hermanas cruzaron sus miradas como dos aceros. La cosa se iba poniendo mala. Era lo de siempre: si Irene propónía una cosa, Elena le llevaba la contraria, y viceversa. Sólo Antonia nunca decía LA CHASKAÑAWI 7 nada. Era una palomita sin hiel. Su hermana Irene la llamaba «la mosca muerta». Diplomática, Amalia intervino: – ¿Y qué se dice del matrimonio del Silverio… ? ¿Ustedes creen que vendrá a casarse? Se sumergieron en un dédalo de conjeturas donde la lógica pasional de la murmuración provinciana le sacaba punta y filo al inquisitorialismo más agudo. – Si dicen que tiene su querida en Pulacayo… ¿Cómo quieren que venga a casarse? – observó, sentenciosa, Irene. – ¿Ajaá? – se pasmó Julia Valdez. Era otra palomita sin hiel, tipo de belleza marfileña, pálida, y con un abandono gracioso en los ojos pardos, de lánguido mirar. Amalia solía decir de ella: «Esta Julia tiene una mirada compasiva». – iOh! – afirmó la Vega -. Eso, todo el mundo lo sabe. Amalia era petiza, gordinflona, de carrillos gruesos y arrugados. Empero, conservaba su genio alegre, su buen humor epicúreo en la jugosidad eglógica de sus bellos ojos esmeralda. Elena, contrariada, quiso alejarse de su hermana. Susurró al oído de Julia: – Hagamos que pasear. Tengo que contarte una cosa. Comenzaron a pasear por las aceras. Pronto se cruzaron con Adolfo y Fernando. – ¿Y, qué tenías que contarme? – inquiríó Julia. – Me han dicho que estas pololeando con el Fernando. – ¡No es cierto, hija! … ¿Cómo, pues, sabiendo que es tu enamorado… ? ¡Eso nunca!… Si quieres lo llamaremos aurita mismo. Aceptó Elena, gozosa. Lo que ella buscaba era justificar el llamamiento a Fernando. Éste, a una señal de Elena, se aproximó a ellas. – ¿No es cierto, no, don Fernando, que yo no he pololeado nunca con usted…? – soltó, ex abrupto, Julia. – No, desgraciadamente – repuso Díaz -, porque desde que llegué me atrapó esta Negra bandida y como yo soy como los fosforitos de palo, que sólo se encienden en su cajita… – ¡Ay, este atrevido…! ¿Dónde he sido tu negra bandida? – Bandida… No serás… O, lo eres, a ratos; pero negra, sí, lo eres: eso no puedes negarte: «Negra eres y en mi negra te convertirás», como dice la Biblia. «Pulvis es et in púlverum reverteris»… ¿Entiendes? Díaz era… «así». Venía de vez en cuando a San Javier, a pasar una temporada «virgiliana», como él decía. En esa temporada, hacía el amor a Elena, su «novia de vacaciones». Después se marchaba, con ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 8 una cólera tremenda, a Potosí, donde tenía un empleo. Mas que por parientes, eran con Adolfo, por afinidad electiva, amigos. – ¿Y qué dice el Adolfo? – preguntó Elena, que era la curiosidad provinciana andando. – Que ustedes son muy antipáticas. – ¡Guaj! -exclamó Julia -. Y nosotros que pensábamos darle un baile de buena llegada. Querellosa, rogó Elena: – Sí, Fernando…, ¿quieres, amorcito? Le daremos un baile. – Pero si está de luto. – Entonces un almuerzo – persistíó Elena. – Ni almuerzo, ni nada: está de luto… Eres zonza, ¿no? Confesá no más que eres de una estupidez enciclopédica. – Sí, pues, soy tan bruta, que estoy pololeando con vos, después de que vos eres un canalla, un cholisto… Crees que no me han avisado lo que vas a tunar donde las imillas del «Rancho». – Sí, soy un, canalla, y un cholisto y, ¿qué más? No has dicho lo principal. – ¿Quieres más… ? Pues, bien: ¡bandido!… Si no estuviéramos en la plaza… – Me pegabas uno de esos pellizcones que acostumbras. Pero, no. Desde ahora no to dejo que abuses de mi pobre humanidad… ¿Te has figurado que yo soy como esas cositas que tienen las mujeres?… ¿qué se Ilaman? – ¿Qué cositas… ? – Esas cositas donde ustedes clavan sus alfileres. – El corazón, será, pues. – No, ahí, no me dejo tocar con nadie. ¿eh? ¿Has oído? ¡Con nadie! Eso está guardado para… – ¿Para quién? ¿Para quién? … Para alguna chola, pues, ¡claro! – Para nuestro Señor Jesucristo… ¡No sabes que yo soy del Corazón de Jesús? … A él se lo he entregado el mío… De modo que vos puedes contentarte con el resto. – Andate a un cuerno: Rancheño. – No se enojen, pues… – intervino Julia -. Y, hablando en serio: ¿cómo lo festejamos a don Adolfo? – Lo mejor será – afirmó Díaz – que tú, Julia, si tanto te interesas por él, lo enamores – y como a la sazón se cruzaban con Reyes, Fernando lo llamó y le dijo: – Adolfo, Julia dice que tú le has caído en gracia. Tanto te estima que quería organizar un baile para celebrar tu buena llegada, sin pensar que estás de luto -. Agradecíó Adolfo. Lamentó el luto. Siguieron LA CHASKAÑAWI 9 paseando. A cosa de las once y media, Reyes caminaba del lado de Julia, acompañándola a su casa. Adolfo había comenzado a enamorarse de Julia, de esa única manera que sabía enamorarse. Lejos de don Juan. Cerca de Werther. IV Pero la vida en Chirca era tan monótona. Tan monótona. Aquella mañana, jueves, paseaban, como de costumbre, por la plaza «Campero», Adolfo y Fernando. Parloteaban. ¿Que iban a hacer? – Una vez que arregle el asunto de la partición de la finca – decía Adolfo – ya nada tengo que hacer aquí. Ya he visto a mi familia. Hace quince días que estoy en mi pueblo. He visitado a cuanto pariente y amigo hay. ¿Qué más se puede hacer? … Tengo que irme. Esta vida de provincia es matadora. – No lo creas, hijo. Cuando uno sabe hacer llevadera la vida, se la pasa bien en cualquier parte. – No, Fernando, no creas: esta vida es absurda. No hay nada que hacer, ni dónde ir y hasta ni con quién conversar: si tú no estuvieses aquí, ya me hubiese muerto de tedio. Es atroz. – No, hombre, no. Tú que vienes de cinco años, ¿ya te has aburrido? Yo que regreso de seis meses, no me aburro. – ¡Oh, es que tú estas enamorado! – No, no creas, hijo. La Negra es muy buena, pero no es eso. En fin… Por qué no te quedas hasta el carnaval? Podríamos pasar un carnaval magnifico… Caray, y allá pasa la Claudina, fíjate: iqué linda chola!… ¿Vamos? Yo te digo, hermano, que si esta chola tan orgullosa me hiciera caso…, yo me quedaría en San Javier por toda la vida, hasta morirme en sus brazos… Y, ¡qué garbo! … Ché, Chaskaniawi… ¡que dichosos mis ojos que te ven! – Más dichosos los míos que te ven a vos… – pasó, garrida y cimbreña. Adolfo la observó: era de una atrayente fisonomía morena, tipo de la criolla que más que propiamente por la estatuaria belleza, seduce por ese algo inefable que se llama gracia, tanto en lo donairoso del andar como por la picaresca sonrisa y, en Claudina, el diamantino lucir de sus ojos negros. – Vamos donde la.Claudina, hombre – reiteró Fernando -. Podemos pegarle ahí unos yungueños que ella los prepara muy bien. – Vamos… – accedíó Adolfo. Claudina vivía en la quebrada de «El Algarrobal», donde tenía una ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 10 tienda y expendía, a sus parroquianos, chicha, vino y singani. Cuando los amigos ingresaron a la habitación no se encontraron ahí con Claudina, sino con su madre, doña Pascuala, sentada en el suelo. Se puso en pie – era reumática -, dificultosamente. – ¿Cómo esta doña Pascuala? – dijo, familiar, Fernando -. Hemos venido a tomar «un trago». Aquí lo tiene usted al Adolfo, el hijo de don Ventura. Ha vuelto a nuestro pueblo de cuatro años… ¿Ya no lo reconoce? Adolfo le extendíó la diestra, saludándola. Doña Pascuala les invitó asiento en unas sillas desvencijadas. – ¿Y, qué es de la Claudina? – inquiríó Fernando -. Esa buena moza no quiere vernos. – ¡Claudina! – gritó doña Pascuala -. ¡Han venido estos viracoches! Al rato, en el vano de la puerta que daba al patio, de falda roja y corpiño blanco, aparecíó Claudina. Venía destacada y la espesa cabellera negra, partida en una raya en el somo de la cabeza, le caía en dos crenchas, repartíéndose por detrás en dos trenzas gruesas hasta más abajo de la cintura. Sonrió al verlos: fluía una primaveral euforia de toda su persona. Adolfo sintió un emocionado estremecimiento a la presencia de ella. Fernando paseaba por la tienda restregándose las manos. Se aproximó a Claudina y le estrechó la mano con fuerza: – ¿Cómo estás, ricura? … Tú como, siempre orgullosa; ni siquiera quieres mirarme…. ¡Ay, ñatita linda! … Pero tienes razón de ser así: ¡como que eres la mujer más linda de nuestra tierra! – ¡Y vos el hombre más mentiroso! – vivaz, locuaz, graciosa, sonreída, repuso ella -. ¡Como que no sabes decir más que mentiras! … Y por eso andas «encantando» a todas esas chotas. – Bueno, Chaskanawi, ¿no podrías servirnos unos «yungueños»? – Hemos venido – agregó – en primer lugar, a verte, ¡claro! Porque yo no puedo vivir sin verte. – ¡Miren, pues, a este mentiroso! – Y, después a que lo conozcas a este caballero: es don Adolfo Reyes, hijo de don Ventura. Está próximo a ser «Doctor». – Claudina García, para servir a usted – exprésó Claudina, extendíéndole la diestra, seria y digna. – Y después, a que nos invites unos «yungueños», de esos que solo vos sabes preparar con tus manos divinas. – ¿Cuántos voy a servir? – Cuatro, pues, ñatita linda. – Mi mamá ya sabes que no toma. – Entonces, tres. LA CHASKAÑAWI 11 – Yo tampoco. – Entonces no resulta… Acompáñanos con unito no más. No te vamos a exigir más… ¿Quieres? – Bueno, pues… Por ahora les acepto. Pero no lo hago por vos, ¿entiendes?… No vaya a ser que Andes alabándote por ahí… Delante de tus «chotas», porque vos sois siempre así: ¡alabancioso! – No lo hagas por mí: hazlo por Adolfo, siquiera porque está recién llegado y se va a ir tan pronto. Claudina fue a preparar los “yungueños». A poco volvíó trayendo en una bandeja las tres copas. Doña Pascuala, después de reiterar a Reyes sus servicios, se marchó a la cocina. – Tomaremos, pues, a la salud de don Adolfo – dijo Claudina – festejando su «buena llegada» -. Luego que sirvió, tomó asiento encima de la cama. Adolfo continúo sentado y Fernando paseando. De rato en rato se deténía en el vano de la puerta. Avizoraba el paisaje. Frente al tenducho, como a veinte pasos, el molle, verdoso siempre; más allá, el arroyo de «la quebrada», transitado, de vez en cuando, por uno que otro indígena o «imillas que regresaba del río con el cántaro de agua sostenido en el cuadril, mientras el rebozo rojo o celeste iba cayéndoles por media espalda. De tarde en tarde, un jinete que pasaba levantando una vislumbre de polvo al son acompasado del tropel de su caballo. Al fondo de la quebrada, un tapial de adobe, el lindero de la chacra de doña Jacoba Aguilar. Detrás del tapial se alineaban, hasta la playa, ringleras de álamos y sauces reales. Por encima del arbolado, en la lejanía, cerrando el horizonte, las colinas, parduscas las más próximas, rojizas las otras, azulosas las más lejanas, bajo, el celeste turquesa del cielo límpido. Díaz, después de saborear el paisaje, volvíó a sus contertulios: – Nos hemos quedado como en misa… Bueno, pues, nos serviremos siquiera. ¡Salud! – Tomaremos por su buena llegada, don Adolfo – añadió Claudina, levantando su copa. – A la salud de ustedes, que son tan buenos – agradecíó Reyes. – ¿Y, qué es de la Ignacia? – preguntó Fernando. – Ha viajado a los «minerales», pero ya ha de llegar en estos días. Dirigíéndose a Adolfo: – Aura sí que «las chotas» han de andar «así», como hormigas, detrás de él. ¡A cuántas hará pelear! -¿Por qué… ? – dijo Reyes -. Yo no soy un tenorio. Además, voy a estar tan poco tiempo aquí… Y, sobre todo, yo no sé lo que es «enamorar» -concluyó con un gesto de laxitud. ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 12 – ¡Creer que los hombres sean santos! … ¡Eso, que me lo claven aquí, en la frente! … O, si no, véando, no más, a este: Ché, Fernando, a ver, di: ¿Cuantas «chotas» tienes? – ¡Ni una! Ni para remedio. Si ya me voy a morir de ayuno forzoso… – ¿Siií…? Si vos no te acuerdas, yo te voy a hacer acordar… (Señalando con los dedos): Una, la primera, para empezar por la mas vieja, la Amalia: una. – ¿L a Amalia… ? ¡No seas loca! Si es mi prima. – ¿Y, eso qué importa… ? Mejor, pues, si es «tu prima». Jina canastero puní kanqui arí kancka… (Así incestuoso siempre eres tú). – Pero si la Amalia es vieja… Lo que me gusta en ella es lo que es viva. Cuando estoy con ella, me divierto de lo lindo. Reímos como guaguas. Es una diabla. – Bueno, la Amalia, una. Aunque no sea más que para que entre los dos se ocupen de poner «mal nombre» a todos los del pueblo. – Para que no te molestes mucho en esta clasificación, vamos a tomar el método de «las más» – dijo Fernando echando la cosa a chacota, por seguir el humor de la Claudina: – La más viva, la Amalia. – Una, la más vieja, la Amalia. La más querida, la Elena: dos. – Bueno, bueno. Pero, ¡salud! Tomaremos prirnero. Y sírvenos otros tres yungueños. Sirvió Claudina. Siguió enumerando: – La más querida la Elena, dos. La más zonza, la profesora, tres. Díaz intentó protestar. Claudina, célere, le interrumpíó: – La mas zonza, la profesora, tres. La más «lunareja», la Castita: cuatro. La más fea, la Elisa: cinco! – Y la más linda, tú, ¡seis! Total: ¡tengo media docena! Basta, pues, ¿no? – A mí no me metas, ché: yo soy chola – saltó, incontinenti, Claudina, sin dejarle concluir: – Ya sabes que el agua no se mezcla con el aceite. Para que la lista sea completa… Ah, me estaba olvidando: – Y la más gorda, la Remedios, la de Río Abajo: cabal: media docena… IAh, canastero! Salud, ché: tomaremos por «tus chotas». Tan lindas… ¡Y tan buenas! Tienes razón de no quererte ir a Potosí: aquí eres feliz y hasta ya te han puesto el apodo de «Encantito», ja… Ja… Jaiii… – Se rió con las mejores ganas del mundo luciendo el doble marfil de sus dientes blancos y diminutos como granos de choclo tierno. Fernando también se rió. Adolfo sonrió apenas. Tomó su copa en silencio. Claudina, semisonreída y mirándole por debajo, le preguntó: – ¿Y, usted, don Adolfo, a cuántas ha dejado llorando en Sucre? … ¡Usted no dice nada! LA CHASKAÑAWI 13 Reyes hizo un esfuerzo por sonreír y se disculpó con un gesto de desencanto: – ¿Yo? … A nadie. Claudina lo observó: tenía los ojos glaucos, grandes y profundos, bajo una ceja espesa, negra; frente ancha y recta; cabellera abundante y retinta; nariz fina, ligeramente aguileña, labios delgados y pálidos, la tez de un blanco mate. En todo él, así en la expresión de su faz, como en el desgano de sus gestos y ademanes, se delataba algo de fatiga o laxitud, como en esas tardes de otoño cuando la luz perlina del ocaso va desangrándose en una sedeña agonía de oro pálido y se levanta, por entre el bosque amarillento, una luna clorótica, desvaída. Era «un fin de raza», un hombre que había nacido ya cansado de la vida de sus antepasados. La Chaskañawi, fruto jugoso de la campiña, albérchigo rosado y sabroso de tierra virgen, era la afanosa, germinación potente y cálida, el estrépito creador y la euforia dionisíaca de la primavera: cuando vió que también Adolfo la contemplaba, se le salieron los colores a la cara en una oleada de vida, se puso roja como una amapola, le relampagueó la mirada y el palpitar de los senos la sacudíó eléctricaniente aflojándola súbito como un desmayo: ella sintió entonces, con la certera claridad del instinto y el ritmo potente de la sangre, ique ella sí lo amaría con una fuerza, con un vigor, con una rabia, con una desesperación!… – iSalud! – dijo Fernando, en ese momento, sin comprender nada de lo que estaba pasando entre aquellas almas tan disímiles y aquellos cuerpos tan antípodas: Adolfo y Claudina levantaron sus copas. A tiempo de servirse cruzaron sus miradas como el resplandecer de dos aceros: en aquel momento se hablaron sus almas. Presintieron que algo fatal iba a ocurrir entre ellos: ¡Ay del día en que llegaran a amarse! Adolfo, de mayor poder. Inhibitorio, pudo disimular su emoción. Claudina se puso en pie, desconcertada: – iAy!, no sé que me ha pasado… Me ha venido un mareo. Adolfo se puso en pie también. Balbuceó: – ¿Quée… ? ¿Qué es lo que ha pasado? – miró a Fernando con tal expresión de angustia, que Díaz, rato antes jovial, se sintió como sugestionado por Adolfo. Se despidieron. Reyes, al abandonar la tienda, desahogó su emoción con un hondo suspiro. Fueron caminando en silencio. Sólo cuando llegaron a la plaza y después de descansar un rato, Fernando acertó a deslizar su juicio: ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 14 – Parece que la Claudina se ha enamorado de ti… Y es raro… La Claudina es una chola que no hace caso a nadie. – No digas tonteras, hombre… ¡Que va a enamorarse de mí!… Se despidió. Sentía la necesidad de estar solo. Marchó a su casa lleno de una tristeza inexplicable. V Llegó, por fin, el día de Navidad. Aquel día había sido tan esperado por Julia, que esa mañana despertó alborozada en espera de aquel eterno «algo nuevo» que pusiera un paréntesis de emoción en !A abrumadora monotonía de sus días iguales. La calleja donde vivía era solitaria y tristona. Casucas bajas a este lado, de una sola planta, jaharradas de barro; otras, con el enjalbe desconchado; al otro lado, un tapial bajito, lindero de las chacras. Frente a la casa de Julia, un molle leñoso. En la lejanía, cerrando el horizonte por el Sur, escalonadas serranías sobre el fondo azul claro del cielo más allá de los sembríos que, playa por medio, se extienden frente del pueblo, «en la otra banda». El dormitorio de Julia, un aposento pequeño, con ventana al patio. En la habitación contigua dormían sus padres, don Roque y doña Gertrudis. Julia saltó del lecho. Dirigíóse a la cocina. Ordenó a la sirvienta preparase el desayuno. Un huichico se asentó en la copa del algarrobo que verdeaba en el patio. Rompíó a cantar con la voz mojada de alborada: «HUAQUICHICUY HUASIYOJ.. HUAQUICHICUY HUASIYOJ. A las nueve llegó Luisita. Julia la esperaba trajeada ya, de mantilla, para ir a misa. Se encaminaron a la capilla de San Javier. – ¿Habrá baile donde doña Virginia hoy día… ? – preguntó Julia. – Seguramente – conjeturo Luisa – Anoche, dice que «los jóvenes» le han dado una buena serenata y que tiene un buen preparativo. Inusitado movimiento en las calles. Los indios de las proximidades, siguiendo sus ritos tradicionales, celebraban la Navidad efectuando sus «entradas» al pueblo, acompañados por bandas de charcas que dan al aire la melodía monótona de su motivo musical grave y fuerte como la tierra. Las indias endomingadas, unas de aksu (vestido típico indígena) y, otras ya en proceso de cholificación, de rebozos rojos o azules de «bayeta de Castilla», daban animación al villorrio, que se iba poniendo movido y vistoso. LA CHASKAÑAWI 15 Las dos amigas llegaron a la capilla a media misa. Estridulaba un alegre repiqueteo de castañuelas. A trueque de los apropiados villancicos, como el cantor y armonista no sabía otra cosa que kaluyos y huaynos no cesaba de verter desde el coro aquella música de farra, con lo que a algunas cholitas alegres les escocían los pies por bailar una cueca delante del altar del niño Jesús recién nacido. El tata cura, que se había despertado esa mañana con un chaqui (sed) espantoso, pues la noche anterior anduvo de fandango donde unas imillas de «El Rancho», al elevar el cáliz rogaba a Dios que el vino se le convirtiera en chicha. Adolfo, por curiosidad, se encaminó también al templo, con Fernando. A la sombra del algarrobo al frente de la iglesia se encontraban algunos caballeros. Entre éstos, don Pascual Vega, padre de Amalia y esposo de doña Virginia que ese día cumplía años. Al oído le dijo: – Hoy es cumpleaños de «la vieja». Te esperamos en «El Rosal». No faltes. Don Pascual cumplía a maravilla aquel sabio consejo de Lista: Feliz aquel que no ha visto más río que el de su tierra. De San Javier más allá, sólo conocía las haciendas de «Río Abajo», hasta Viñapampa, donde el heredó una extensa propiedad. Un buen día la vendió casii regalada, como ahora estaba haciendo con el resto de chacras que recibíó de sus antepasados, guerrilleros de la Independencia, conforme demandaban sus calaveradas. Aunque no harto de éstas, se casó con doña Virginia Villafani, la que le dió una sola hija, Amalia. Don Pascual era alto, nervudo, de fisonomía atrayente, nariz aguileña y ojos verdes, con esa jugosidad reilona del “ojo alegre». A las dos de la tarde, Adolfo se encaminó a «El Rosa!». Vencíó «El Rancho», ancha explanada donde se desaparramaban las chujllas de los indios y algunos tenduchos de imillas más o menos jacarandosas y zandungueras, generosas. Cuando llegó a la casa-hacienda de don Pascual, divisó en medio del alfalfar la concurrencia, en animada jarana. Cuatro parejas bailaban «bailecitos de la tierra», sobre un retazo del alfalfar recién segado. ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 16 Aproximóse a cumplimentar a doña Virginia. Ésta, con otras señoras, descansaban a la sombra de unas higueras. En otro grupo estaban don Pascual, don Agustín Villafani, don Juan Manuel Díaz – padre de Fernando – y otros. Los mozos distribuían sendos vasos de chicha y vino. A un lado se había congregado la estudiantina de guitarras, bandolines y una quena, bajo la dirección de Hernán Martínez y Guillermo Ruiz, melómanos fervientes. Ahora, con voz clara y fuerte, iban cantando coplas kesjwa – españolas, plenas de sentimentalidad criolla: ¡Ay, paloma, ricususpa, tan hermosa!… Cusiymanta sonkoy ppanchan, como rosa. Huichiculla kutipuyman, ¡vida miá! Takispa willasunaypaj, mi alegría… Kan mamayoc causanayta, ¡que delicia! Guajcha cayniypi tarini, ¡tu caricia! Don Pascual distraía a sus contertulios con una viva rememoración de los Carnavales de «su tiempo». – ¡Pucha, hombre – decía -. Aquellos Carnavales si que eran Car-nava-les… No como los de ahora, que ya no sirven para nada… ¿Quée? Entonces no había peleas ni rivalidades de partidos políticos, ni rencillas de ninguna clase. Entonces se bailaba y se jaraneaba de lo lindo, sin que nadie diga nada… Se hacía derroche de verdadera alegría. – Una alegría helénica – observó Fernando. – ¡Qué Elena ni que niño muerto! La Elena será buena para vos. Entonces las cholas eran buenas y no como las de ahora que solo saben parir antes de bailar. ICaray, hombre! … – suspiró – ¡Aquella Lindaurita! – dijo arrastrando las sílabas y relamíéndose los labios como si saborease el hidromiel de los dioses. ¡Ésa sí que era rica hembra! – Ah, sí, pues – ratificó don Juan Manuel -; la Lindaura, la que después se hizo robar con el Romualdo, el hijo de la Bernita. – Exacto, la misma – certificó don Pascual. Se iluminaron sus pupilas con un cálido brillo. Después fruncíó las cejas, negras y arqueadas. LA CHASKAÑAWI 17 Cogíéndose el mentón con la diestra, récordó: -¡Las locuras que habré hecho yo por ella! – Se quedó pensativo, aflorante y saudoso. Luego prosiguió con mas brío: – Una vez, me acuerdo mucho, fué… ¡precisamente para un Carnaval! Yo, estaba joven, mas o menos como éste -por Adolfopero no era tan presumido como este… Teólogo… ¡Baff! Los jóvenes de ahora son unos desgraciados; ya no saben divertirse, Bueno, pues, para un Carnaval… Prosiguió narrando, con sus pelos y señales, las locuras que había hecho «por la Lindaurita». Concluyó suspirando: -¡Qué maravilla eran los carnavales de antes…! Adolfo, sugerido por la evocación de don Pascual, trató de representarse imaginativamente aquellos buenos tiempos de tan bella vida patriarcal y agraria. – Los jóvenes de ahora no son alegres – observó don Pascual -. Véanlo, por ejemplo, a éste. . ¡Andá, bailá, hombre! – No puedo bailar, tío. Estoy de luto de mi padre – repuso Adolfo. – Entonces, enamorá siquiera… ¡No seas zonzo! ¿No ves aquellas chotas con sus trajes colorados? ¿No te gustan? Era el coro formado por Julia, Luisa, Matilde Ruiz, las dos Manrique y Amalia. Después de bailar, habían tornado asiento. Se abanicaban con sus pañuelos. Los mozos repartían sabrosos vasos de chicha de maní con vino, espolvoreada de canela. En la atmósfera cálida lucía radiante el sol primaveral. No había una nube; ni una brizna de viento raleaba el ambiente. Al rato se perfiló en el vano de la puerta de calle la figura prócer de Miguel Mariscal. – ¡Bravooo! ;Bravooo! – voceó la concurrencia. Mariscal era la figura sirnpática de San Javier. Todo le favorecía para ello: su gallarda apostura, su campechano don de gentes y sus prestigios bien ganados, de tenorio reincidente. – ¡Oh, mi querido «socio», venga un abrazo para usted más! – expreso Mariscal, ciñendo con un fuerte abrazo a don Pascual, después de que cumplimentó a doña Virginia. Entre ambos se trataban de «socios». Se mancomunaban para sus correrías nocharniegas. – ¿Qué prefieres, un vino, o una chichita? -obsequioso, demandóle don Pascual. – Una chichita, para el calor – afirmó Mariscal, tomando asiento. Se destocó, para limpiarse el sudor, y dirigíéndose a Reyes: – ¿Y, vos qué haces? ¿No bailas? – Dice que no sabe – replicó, socarrón, don Pascual. ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 18 – Entonces, podemos enseñarle nosotros -rosmó, sonriéndose, Mariscal -. A ver… ¡Que toquen una cueca! ¡Don Pascual en baile! Don Pascual se incorporó. Sacó su pañuelo. Se aproximó al corro de muchachas. Invitó a Matilde Ruiz. Los circunstantes aplaudieron. – ¡Bravoooo! La Estudiantina comenzó a preludiar las notas fuertes, ágiles y saltantes de la cueca, que rasgaban el ambiente sereno de la tarde como una cuchillada de pasión y difundían ese color rojo y ardiente que esparce la cueca. Don Pascual bailó a la usanza de sus tiempos, ceremoniosamente, con mesurados pasos y profundas venias. Al final, se largo con un parejo zapateado. Graciosamente puso rodilla en tierra a los pies de Matilde. Ella lo miraba sonreída con el pañuelo en alto. Nuevas parejas prosiguieron bailando. Adolfo se aproximó a conversar con Fernando. Después de bailar tomaba el fresco. – No sé – le dijo Reyes -; estas provincianas no me llaman la atención. Me parecen tontas. – No creas, hijo – repuso Díaz-. No las conoces. Vamos a conversar con ellas. Se allegaron al grupo. Estaban ahí la profesora Ernestina Cárdenas, Matilde y Amalia. Fernando les invitó a servirse. Ellas apenas besaron sus vasos. La Cárdenas, alta y maciza, medio machuna o machona, se apresuró en aproximarse a Reyes. Cruzó, con desenfado, las piernas. Con la mayor Ilaneza le preguntó: – ¿A usted qué clase de mujeres le gustan, las gordas o las flacas? – Adolfo, desconcertado, no supo, por lo pronto, qué responder. La Cárdenas era una de esas mujeres echadas a perder en su virginidad intelectual por la Pedagogía e inclinada a hablar de asuntos escatológicos. Ella creía que eso le daba el rango de «mujer moderna», desprejuiciada e inteligente, cuando sólo era de una brutal sexualidad en el fondo. – Me han dicho que usted es muy voluble – expreso Adolfo -. Por eso no me he atrevido a enamorarla. – No soy voluble: soy voluptuosa – replica ella. – De juro que esta estúpida no sabe lo que esta diciendo – pensó, para sí, Reyes. Mientras tertuliaban, Julia iba observándolos de lejos. Caía la tarde. Un airecillo fresco comenzó a correr por el arbolado. Al rato, pasaron al comedor, instalado en el cnrredor de la casona. Allí se sirvió la copiosa comilona. En la primera mesa las personas LA CHASKAÑAWI 19 mayores y en la segunda «la dorada juventud», como dijo Mariscal. Se charlaba de política. Como todos ellos eran «liberales de cepa», «desde el tiempo del General Camacho», el numen tutelar de la provincia, se desataron en apóstrofes al Gobierno. En especial al «tirano Saavedra» y al Cura y el Subprefecto, hediondos saavedrientos que andaban envalentonando a la cholada. Eran peores bestias que los «cuatro asnos del Apocalipsis». El señorío liberal de la provincia huía de ellos peor que de is fiebre exantemática. En la mesa moza, presidida por el «Maestro de la Juventud Corrompida», como a sí mismo se llamaba Mariscal, se habló de la suerte que éste tuvo siempre con las mujeres y de sus numerosas conquistas. Aquél reconocíó y refrendó su prestigio: – ¡Claro! – afirmó con énfasis -. ¡Ninguno es más gallo que yo! Adolfo lo observó. Era un hombre guapo, con esa guapeza viril que gusta en todas partes y más que en ninguna, en San Javier de Chirca. Como la típica provincia «heroica» profesa el ancestral «culto del coraje». Descendiente Mariscal de guerrilleros de la Independencia y de impenitentes revolucionarios de la primera época republicana, se ufanaba de ello. Aunque ahora, ya no forjaba, como su abuelo, revoluciones para derrocar gobiernos, era un eximio desbravador de ganado vacuno, jinete consumado. Mas, ya cansado de haber librado a tantas mujeres del tormento de la castidad aldeana, ahora había encontrado su jubilación de Tenorio emérito, en los brazos gruesos y maternales de doña Rosa Aguilera, una respetable matrona, viuda de un célebre Subprefecto. Su apodo era «La Guallpa-pecho». (Pecho de gallina). Se confirmaba en Mariscal, lo que de los Tenorios decía don Miguel de Unamuno. «El destino de los Tenorios es el de los gallos viejos, caer en poder de una zorra». Empero, a despecho de su zorra, Mariscal ahora andaba en galanteos con Irene Manrique. Ésta, no obstante estar comprometida con Zacarías Rodríguez, un buen hombre que trabajaba en el mineral de «San Patricio», se mostraba encantada de los galanteos de Mariscal. – De un buen torero se dice – confesó Miguel – que es jugado en siete plazas. Yo de mí puedo decir que soy un gato vencedor en catorce tejados. – ¿Así infame eres.. ? – querellosa, le increpó Irene. – No es infamia, rubia: es caridad… La misma Doctrina Cristiana nos manda amar a nuestros semejantes como a nos otros mismos. Eso es lo que yo he hecho en mi vida. – – ¿Pero acaso la Guallpa-pecho es tu semejante? ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 20 – No me levantes su mal nombre en vano. Ya te he dicho. – Guaj, éste, ché, lo que dice… ISinverguenza! La profesora, entre tanto, iba suministrándole cada pisotón a Reyes e insinuándole las piernas de una manera tan persuasiva, que el damnificado, en un momento de esos, derramó una copa de vino sobre la manga de su vecina, la humildosa Luisita Villafani. Felizmente a la sazón, se le ocurríó a don Laureano Méndez brindar por la del diachacu. Se puso en pie, se quitó la servilleta que blanqueaba en la comba de su vientre pantagruélico y levantando su copa, comenzó a tartamudear: «Señoras y señoritas: Brindo esta copa de vino por la felicidad de la señora Virginia que aura está rodeada por toda su parentela y especialmente por los amigos que tanto la estimamos… Que coronas de pan… Pan… De pámpanos y de rosas coronen sus sienes y cuán feliz debe set al tenerlo a su marido aún vivo, nuestro ilustre partidario político don Pascual, que es… Que es… – Si no sabe lo que es -gritó Mariscal de la segunda mesa -, cállese, don Laureano. El orador se atufó. Mariscal le había hecho perder la ilación de sus ideas. … «el esposo de doña Virginia y bebamos esta copa de vino por la presente fatalidad… No… No… ¡Qué fatalidad! … Es la felicidad de don Pascual que hayga encontrado una esposa que… Le… Que… Le (estaba por decir «aguanta todo») que… Le sirve en todo y que hoy cumple un año más de vida en el polvo del camino de la vida.» – Este pobre don Laureano se atora con sus propias palabras – comentó Mariscal y volvíó a vocear: – Bueno, basta de discursos, que se nos enfría el café. Mejor es tomar sin rebuznar tanto. El orador no hacía caso de nada. No sabía cómo concluir el brindis: – Tuff… Tufff… Escupíó. Contempló atónito al auditorio, donde asomaban ya signos de fastidio. – Sí, señores – dijo, por fin -. Bebamos esta copa por la fatalidad de doña Virginia… – Vació su copa hasta las heces. Mariscal se aproximó a don Laureano. Le ratificó, sardónico: -Por usted, don Laureano, una copa personal, por la fatalidad de doña Virginia… Algunos pudieron reprimir la risa. Otros largaron la carcajada. Don Laureano ardía de cólera. En medio de las risas, se puso en pie don Agustín Villafani. LA CHASKAÑAWI 21 Todos callaron. Don Agustín era respetado en Chirca por su hombría de bien. Agradecíó en pocas palabras, a nombre del anfitrión, el brindis Laureanil. Mariscal, que, cuando se encontraba en copas, no tenía pelos en la lengua, se dirigíó a don Pascual: – Oiga, socio, este don Agustín, ¿es su abogado? – ¿Por qué, compañero? – Porque se lo está hablando a ruego… – Ya sabes, «socio», que para estas cosas de teólogos, vos y yo, somos legos. Libres de la elocuencia de don Laureano, comenzaron a desatarse las lenguas y a flexionar los codos. – Una personal – le dijo Mariscal a Irene-. Él vació de golpe la suya. Al ver que Irene no hacía lo mismo, la cogíó por el talle y la obligó a beber la copa de vino, tal como él lo había hecho, «hasta las heces». Los de la primera mesa se levantaron. Los caballeros salieron al patio. A tomar el fresco. Miguel propuso a los de la segunda: – Vamos a la huerta. Vamos a hacer la digestión. Hemos tragado como puercos del rey. – Vamos, Irene. Si ustedes quieren, nos siguen. – Claro que te seguimos – repuso Adolfo – porque no hay confianza en «los artesanos». – Artesano seras vos, mameluco -contestó, rápido, Mariscal -. Como vos eres el único «anormal» entre nosotros, es necesario que te normalices un poco con la maestra. Se dirigíó a la huerta llevándose del brazo a Irene. Tras ellos fueron Fernando con Matilde y Luis y Adolfo con la Cárdenas. Guillermo y Hernán marcharon al salón en pos de sus instrumentos de música. Adolfo, harto de la profesora y ansioso de aprovechar la audacia que le habían dado las copas, se libró de la coyunda normalística. Se encaminó al salón, en pos de Julia. – Venía a invitarla para que entremos a la huerta. Sus amigas ya están allí – le dijo, ofrecíéndole el brazo. – Bueno, pues – repuso Julia -, ya que usted quiere. Pero, ¿no se enojará su profesora? – Ya me tiene reventado. No veía la hora de separarme de semejante «jamona». – ¡Ay, Jesús.. Lo que dice! – rezongó, pizpireta, Julia, dándoselas de solidaria con el infortunio jamonil: – ¡Qué malos son los hombres! – Las que son malas – arguyó Reyes – son las mujeres. Aprovechando que tenían que pasar la acequia por una pasarela: ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 22 – Déme la mano. No vaya a caerse. Apóyese en mi brazo.. . Ya está… ¿No ve que yo sé conducirla por el buen camino? FíJesé: ¡ya estamos en la huerta! Se encontraban a la derecha del alfalfar. Entraron por un portillo angosto. Reyes, a fin de no dar pronto con los amigos, la condujo por un sendero que rodeaba el jardín. Había luna. El ambiente saturado por todos los aromas de la huerta: el aroma carnal y capitoso de las madreselvas que escalaban por los muros del tapial, de las clavellinas, de las violetas rastreras y el perfume, ingenuo y simple como el alma de una aldeana, de las malvas y albahacas. De trecho en trecho, los molles de tallo grueso y vigorosas ramazones donde se enredan los sarmientos de vid. – ¿Y por qué me decía que las mujeres somos malas? – preguntó, ansiosa, Julia. – Porque toda la tarde yo me la he pasado devorándola con los ojos y usted, ni siquiera me ha hecho la caridad de una sonrisa… ¿No es crueldad eso? – Sí, ¿no?… ¿Me cree usted una zonza? ¿Cómo lo iba a mirar a usted, si usted estaba «encantado» con esa… Normalista…? Pero, vaya, para que vea que no soy mala, le regalo este clavel. Se detuvo junto a una mata de ellos. Cuando se inclinaba a arrancar uno, Adolfo la tomó del talle y le robó un beso. Ella se puso seria y alisándose con la diestra el cabello, regáñó: – Pero.. ¡que atrevido había sido usted!… ¿Por qué me besa? … ¿Acaso usted es mi novio? Mas, Reyes, a quien el claro de luna, el paseo nocturno y los ojos lánguidos de Julia lo habían puesto ROMántico, transportándolo a 1830, decidor y audaz, la cogíó de las manos. Trémulo de emoción, le confesó: – Sí, Juliecita: no sea mala conmigo: yo la quiero a usted… La adoro con un cariño tan grande, tan grande… ¡que después de mi madre no hay persona a quien quiera más en la vida! Julia, que escuchaba férvida estas palabras, como si fuera bebierido en ellas un deleite inefable, no pudo articular palabra. Inclínó la cabeza como desvanecida por un vértigo. Le parecía que en ese momento había cambiado su existencia. Iba despertando a la vida, a una vida distinta donde todo era azul, azul de lejanía ensoñadora. Tanta fué su emoción que, sin pensarlo ni quererlo, se puso a Ilorar con enternecida pasión. Adolfo, no menos emocionado, pensó: -iQué mujer tan buena!- Se sintió traspasado hasta la médula del alma por esas lágrimas tan conmovidas. Transcurrido un momento de etérea emoción, le dijo LA CHASKAÑAWI 23 con ternura, tomándola amorosamente de las manos: – ¿Pero, por qué llora…? ¿Acaso mi amor la hace tan desgraciada? Ella se repuso. Limpiándose las lágrimas, murmuró con una voz trémula de sollozos: – No me diga mala… Lloro de dicha, de felicidad.. Yo nunca he querido a nadie y a mí, tampoco nadie me ha querido… Y usted es tan bueno… Tan bueno… – que, aunque mienta, su mentira es tan dulce… ¡y yo lo quiero tanto! – Pero por que ha de ser mentira, Juliecita? … ¡No seas mala! – Entonces, jure, si no es mentira, bese esta cruz – le.Presentó una crucecita de oro que, colgada de su cadena, adornaba su pecho. Con su típica expresión de languidez ROMántica se ceñía contra él como un cervatillo que busca amparo. – ¿Vé? – exprésó, Julia, suspirosa -. Ya llegamos… ¡Qué corto es el camino de la felicidad! En el fondo de la huerta se destacaba el grupo de las amigas. – ¡Velay, éstos sí que lo están haciendo bien! – murmuró Luisita con su adorable simplicidad y sin parar mientes en lo espontáneo de su juicio, cuando los divisó. La profesora no pudo disimular su asombro. Sin caérsele el gesto de pasrno del rostro bobalicón, los miró como quien no da fe a la percepción de los sentidos. Pero al ver que familiarmente tomaron asiento juntos, integrando el corro, se le encaramó al corazón una cólera tan enemiga como la ponzoña de un áspid. Poniéndose violentamente de pie, increpó a Reyes: – Hágame el servicio de acompañarme a la sala. – No vayas – le susurró al oído Julia, querellosa y tierna. Adolfo, con desenfado, contestó a la maestra: – Perdone, señorita. No puedo. – ¿De modo que no puede? Fernando acudíó, conciliador: – Si me permite, la acompaño yo. – No, gracias – repuso, amoscada -. Tengo que hablar con él. – Pero hablen no más aquí – advirtió Mariscal, despectivo -. Nada malo se dirán. -Recostado sobre la grama, apoyaba conyugalmente su cabeza en las faldas de Irene. Contemplaba con búdica quietud el cielo. – ¿Por qué eres tan bruta? – soltó Julia -; si él ha dicho que no quiere acompañarte… – río intencionada. – Porque soy así, bruta. Y sinvergüenza: por eso ando detrás de los sacristanes – repuso la profesora, aludiendo a ciertas maledicencias aldeanas sobre la conducta de la Valdez. Habría continuado la Cárdenas denostándola a Julia. Medíó la palabra tajante de Mariscal: ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 24 – Bueno, no se peleen: Si quieren chasquearse vayan a la chacra. -Qué atrevida es esta ¡normalista! – vociferó la Valdez, recalcando el último vocablo y fulminándola con una mirada de mayestático desdén. La profesora ya no escuchó la nefasta palabra. Había fugado. Una euménide desmelenada. – Mejor que se vaya esa waca-waca – bostezó Mariscal. Luisita, con sus ojos de cordero degollado y su alma de bienaventurada, preguntó: – Y ¿dé que ha sido? – De nada – evadíó Reyes. – De celos – afirmó Fernando. – De envidia – sostuvo Julia. – Kari-pleito – remató Mariscal. Se presentó un sirviente. De parte de don Pascual. Invitaba pasaran al salón. El salón fulgía iluminado por gruesas bujías de esperma equilibradas en arcaicos candelabros de plata. La Estudiantina preludiaba un kaluyo. Don Pascual propuso: – ¡Agárrense en rueda! ¡Vamos a dar una vuelta por la chacra! ¡La luna está hermosa! Con estridulante júbilo acogieron la idea. Mozos y mozas, los caballeros y las señoras, todos, era lo de costumbre, cogíéronse fuertemente de las manos y formando una cadena de personas, salieron al patio. La noche, serena; azulado el cielo. Mariscal se colocó a la delantera, dando la mano a Irene. Entraron al alfalfar, después Ilegaron al maizal, lo cruzaron formando martillo bajo los álamos que alinderaban «El Rosal» y retornaron por el otro lado de la chacra. Ya en el patio, la Estudiantina se colocó al lado de un rosalaurel obligando a «la rueda» a danzar alrededor de la adelfa que difundía ahora su fuerte olor de almendra. Mariscal, que dirigía la pandilla, obligábala a ejecutar los más divertidos movimientos y contorsiones: tan pronto los de la rueda debían apresurar el ritmo de la marcha y correr, como les forzaba a que se diesen vuelta, o, permaneciendo en un solo sitio, les hacía marcar el paso, o que se fuera formando a su contorno un rollo de personas que bailaban las unas tan cerca de las otras, que se sentían el aliento y el jadear sofocado, o tomando una nueva e inesperada direccóon, ocasionaba que se separasen y confundiesen las parejas, lo que causaba sorpresas, gritos, risas, hasta que lograba imponerse el «requintado LA CHASKAÑAWI 25 chillador» de la guitarra, los trémolos de las bandolinas, el sollozo prolongado de la quena. Un relente suave comenzó a sacudir el arbolado. Las flores, a la vera de la acequia, difundían cálido perfume; la noche, diáfana y las estrellas, en el terciopelo turquí del cielo, rebrillaban como un miliunanochesco enjambre de abejas de oro. La gente estaba poseída de un alegre sacudimiento erótico. Era la dionisíaca expansión de los instintos vitales. Las jóvenes sudorosas, olían a sementera. Reían a boca llena. Los mozos las apretujaban sin cuidarse de miramientos. Aquellas buenas gentes habían vuelto a áureos tiempos arcádicos cuando para la vendimia se sacrificaba un macho cabrío al todopoderoso Dyonisos, Dios del amor y del vino. La servidumbre comenzó a repartir sendos vasos de cerveza que fué aplacando la agitación y el bochorno. Adolfo, fatigado, en un extremo del salón, tomó asiento junto a Julia. Enternecida ella, suspiraba hondamente, clavando a Adolfo su mirada apasionada y sedienta: – ¿Me prometes, me juras, no olvidarme nunca, quererme siempre? – Sí, te juro.. Se aproximó a ellos, pizpireta, Amalia: estaba trajeada de negro, de terciopelo, con un escote hecho peor que de intento: le hacía resaltar la blancura ebúrnea de los senos a través de un tul negro pespuntado con motitas de seda. – Lo que es ustedes… ¡modelo de enamorados! – afirmó, sonreída -. Bueno – agregó cogiendo de la mano a Adolfo -. Me lo llevo a «tu chico», ché, porque ustedes ya me dan envidia estando siempre juntos y queriéndose más que Pablo y Virginia. Mas, a poco, don Roque se puso de pie, disponiéndose a marcharse. – ¡Ya comienza este tu viejo! – refunfuñó Matilde -. Así, no nos deja que nos divirtamos ni un momento siquiera. ¡Lo mismo es mi mamá! No hubo manera de retener al inflexible don Roque. Se fué con Julia. La jarana siguió con más animación. Sólo Adolfo se quedó rabioso y triste. Quiso retirarse él también. Mariscal le aconsejó: – No te escapes, hijo: no te conviene: si te vas, mañana han de decir en el pueblo «que tenías cita con ella… Y a deshoras de la noche» y después del baile y Dios sabe el diluvio de comentarios que vas a levantar. Yo tengo experiencia, pues, en estos momentos. No te retires. Andá, más bien, a hacer atenciones a las viejas. Yo me voy a la cantina: ya me he cansado de bailar. – ¡Viejo estúpido! – rabíó Reyes -. ¿Qué mal le hago festejando a su hija para que se la Ileve tan pronto? Y la pobre… ¡tan contenta que estaba! ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 26 De mal talante se allegó al grupo, de señoras y señoritas solteronas. Tomó asiento al lado de doña Josefa Villafani, hermana de don Agustín y tía de Luisita. – Está muy alegre la jarana -observó ella. – Sí – repuso Reyes -, pero yo ya estoy triste. Don Roque se ha enojado porque he bailado con su hija y se la ha Ilevado. – Pero si aquí hay otras que bailan mejor que ella. – Es que me da rabia que su padre sea tan severo con ella. Estos viejos estúpidos no saben que sofocándolas así, a sus hijas, hasta en sus más inocentes expansiones, las vuelven hipócrita y resentidas y hasta las obligan a tomar resoluciones desesperadas. – Lo que hay es que tú estás enamorado de ella -reflexiónó doña Josefa. – ¿Enamorado…? Yo la estimo mucho… Eso es todo. – La quieres. Si no fuera eso… Te importaría tanto que se vaya… – Sí, la quiero .. Pero, ¿ella? – ¡Te adora! – ¡Oh, no! – ¿Por qué no? Ella me lo ha dicho. Pero, tú piensas casarte con ella? – ¿Acaso para amarse es preciso casarse? El matrimonio es la tumba del amor. – ¡Oué absurdo! Si no piensas casarte con ella, no debes perjudicarla. – ¿Perjudicarla… ? Al revés: le hago un bien, porque no dehe haber cosa más triste para una mujer, que pasar su juventud sin haberla Ilenado de un grande amor, de un amor idealista, ROMántico y puro, como son los de esa edad. Después viene la hora seria, o fúnebre mejor, del matrimonio, los hijos, la vida prácti-ca, pero, mientras tanto, hay que vivir plenamente la ilusión del amor: ¡esa dichosa ilusión del amor! – Creo que estás mareado -afirmó dona Josefa-. Lo que dices es un absurdo. Si no piensas casarte con ella, no la engañes, ni perjudiques. Después ¡quién sabe haya un buen hombre que quiera casarse con ella y al saber que ya tuvo amores, no quiera! -Hablaba la experiencia en cabeza propia y ajena por los labios quincuagenarios de doña Josefa. Don Pascual inició un «baile en batalla». En una fila las mujeres y en otra los hombres. Al final de cada kaluyo pasaba por «la calle de la amargura según el turno, un hombre o una mujer. Le suministraban una tunda pintoresca de pañuelazos. Las «potencias hostiles» que Ilamaba Mariscal al grupo de viudas y solteronas que no bailaban, se LA CHASKAÑAWI 27 distraían murmurando: – ¿Han visto ustedes cómo ese «perdido» del Gregorito ha venido a faltar «a la sociedad»? – decía doña Engracia Martínez. – Es un sinvergüenza – ratificó la profesora, agregada ahora a «las potencias». – A ese gualaicho no deben invitarlo a ninguna reuníón -reflexiónó doña Lucia v. De Cárdenas, madre de la maestra- porque lo primero que hace es emborracharse y faltar a las personas de respeto. – Este viejo don Pascual tiene, pues, la culpa -observó doña Judith viuda de Bustillo. – ¿De qué, tía? – inquiríó, sentándose a su lado, Fernando. – De que te vaya tan mal, pues, hijo: ¡no ha venido «tu paloma»! Pero… ¡que tonto! … ¿Por qué te hiciste pescar el otro día? Te habían encontrado besándola a la Elena en la puerta de calle. ¿Por qué no te buscaste otra oportunidad más propicia? ¡Qué tal habrá sido la felpa de doña Ángela, ella que es un tigre con sus hijas! Mas, Fernando, lejos de pensar en Elena, iba admirando, con deleite, a su tía, que siempre le fué apetitosa: era alta, de talle airoso, labios gruesos y sensuales y lucía una seductora y sabrosa entrada de garganta como de mármol hecho carne que exornaba aún más su traje negro. A Fernando le vino un fulminante ataque de enamoramiento de su tía, sol de otoño. Un sol de otoño que envidiaría la primavera del mediodía… – Le juro, tía, que esta noche está usted más linda que de costumbre. ¡Usted es la mujer más graciosa que he conocido! – Respeto, chico – replicó ella, fingiendo enojo, pero no pudo disimular una coqueta sonrisa y le brillaron los ojos. Díaz la invitó a la cantina. Fueron. – ¿Qué quiere servirse? – Yo, una taza de café, ¿y tú? – Un vermut. Les trajeron. – ¿Por quién quieres tomar: por la Elena o por la Amalia? – Por ninguna de las dos, por usted. – ¡No seas hipócrita! A ver, resuelve; ¿a cual de las dos la quieres más? – Ya le he dicho que a usted. – Bueno, sí. Pero a mí me querrás como a tía, esta claro. Yo te pregunto, ¿a cuál de las dos la quieres como a «enamorada»? ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 28 – Yo no «pololeo» con ellas sino por puro aburrido. Pero suponga usted que yo la quisiera a usted no como a tía, lo que es de mal gusto, sino como «a enamorada»: ¿se enojaría usted? – ¡No faltaba más! -repuso doña Judith con un fingido guiño de enojo y censura, pero luego se sonrió plácidamente y agregó: – Vamos, no seas necio: toma to vermut, es mejor. – Es que está un poco amargo. – Mejor así, es más rico: Las bebidas muy dulces empalagan pronto. Rieron. Cuando regresaron al salón, Gregorio Ustares bailaba una cueca desenfrenada con Amalia Vega. Para justificar sus movimientos desordenados, advirtió que «así se baila en Chile». – ¡En que Chile habrá aprendido éste! – comentó don Pascual -. Debe de haber sido en la calle «Peligro» de Uyuni. Comenzaba ya a clarear. Varias familias se habían retirado. A las que aún quedaban, doña Virginia les obsequió con una sabrosa kalapurka. Les supo a gloria. VI Se recogían del baile: Matilde del brazo de Adolfo; detrás, Fernando con la madre de aquélla, doña Máxima. – ¿No sientes frío? – preguntó Matilde. – Nada: este clima es encantador. Uno se puede farrear hasta el amanecer y no le pasa nada. ¡Y que linda esta la mañana! – Sí, muy linda: fíjate allí, en la cumbre de aquel cerrito de Santa Rosa. Adolfo avizoró: era una manchita pálida, amarillenta, que coronaba la cúspide. El pueblo dormía aún arrebujado en el lecho de la sombra nocturna, empalidecida ahora. El cielo se aclaraba y del azulado verdoso iba pasando a un rosa tierno. Del fondo de las cañadas emergía la niebla vaporosa como el aliento de la campiña y en la atmósfera flotaba un hálito de vida henchido de gérmenes como una mujer pubescente. – Es una sensación curiosa la que se experimenta – exprésó Reyes – cuando a esta hora pura y fuerte del amanecer, uno se recoge de una jarana: es una sensación mezcla de pena, de desgano, de no sé qué: Yo al día siguiente de un baile muy alegre, me pongo muy triste. – Eso deben de sentir ustedes, los tunantes – replicó Matilde. – ¿Y, tú no?.. ¡Vaya! Apostaría que ahora estás comenzando a tener pena de que se hubiera acabado el baile. Lo que es yo he sentido mucho estas sensaciones que son únicas, especiales. Es en las ciudades donde se experimenta más intensamento esto: cuando uno LA CHASKAÑAWI 29 se recoge a eso de las tres, de las cuatro o las cinco de la mañana, friolento, fatigado, con hastió del placer y un cierto remordimiento, como si hubiese cometido algo malo, aunque nada ha hecho uno, se tiene el sentimiento de que ha hecho algo malo y, aunque la calle esté desierta, nos parece que «alguien» nos sigue: una persona que no podemos ver y que no nos atrevemos a verla tampoco y que tal vez no es nadie, sino nuestra susceptibilidad o nuestro subconsciente aguzado por el remordimiento, o el miedo, o el Ángel de nuestra Guarda que llora nuestros desvíos, o un alma en pena, o el Diablo, tal vez. – ¡Ay, Jesús! No hables así: me has hecho asustar. ¡Y qué hablador habías sido! ¡Yo no te conocía así! – Pues ahora se me ha desatado la lengua. Esta sensación que te digo y que yo no puedo explicar, esta admirablemente dada en un verso de Gregorio Reynolds, cuando dice: y el alejarse, solo, y el paso por la acera, furtivo, de aquel alguien que nunca pude ver. – ¿A ti no to gustan los versos? Matilde no contestó. – Mejor así – pensó para su capote Adolfo- porque me hubiera soltado alguna estupidez y se me hubiera malogrado el paisaje-. Adolfo estaba comenzando a encontrar bonita a Matilde y le dijo: – Bueno, perdona esta lata: yo to estoy hablando de… Sociología, en vez de hablarte de amor, ya que estoy con una mujer y mujer bonita. Matilde sonrió. Lo que venía diciéndole Reyes se le hacía muy cuesta arriba, pero exprésó, por decir algo: – Sí, a mí también me gusta mucho hablar con una persona inteligente e ilustrada como tú: no creas que sólo el amor nos interesa, también nos gusta… Que es lo que has dicho? – La sociología. – Eso es: la sociología. Cruzaban por la amplia explanada que va desde «El Rosal» hasta la quebrada este de Chirca, popularmente denominada «El Rancho». A la derecha se esparcían las chacras y los alfalfares y del otro !Ado las «chujilas» de los colonos, cabañas de adobe de angosta puerta y techo bajo. De los chociles comenzaba a surgir el humo de los hogares. Matilde y Adolfo continuaron departiendo hasta que llegaron a casa de doña Máxima. Adolfo se despidió. – Si mañana sabe la Julia que has venido acompañándome, ¡buena ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 30 te espera! -sonreída, le dijo Matilde. – No hay cuidado – replicó Reyes -. Yo le diré que he venido en una bella compañía. Cuando Adolfo ingresó a su casa, la servidumbre ya se había levantado y comenzaba el doméstico tráfago de la vida cotidiana, la tonta industria de vivir la vida prosaica y material de todos los días. VII Comentaban los incidentes del dia anterior. Con ellos estaba el doctor Álvarez. Éste, renuente a esas «jaranas», como las llamaba despectivamente, no concurríó a la de don Pascual. Miguel reía remedando a don Laureano: – ¡Que los pámpanos y las rosas! … ¿De dónde habrá sacado tanto pámpano don Laureano? Hace tiempo que nos tiene trajinados con los tales pámpanos: los suelta hasta en los entierros… Ja… Ja… – Debe de habérsele pegado de alguna novela de Vargas Vila – observó Fernando. – ¡Ah, y vos, bandido! ¿qué cosas le estabas diciendo a tu tía Judith? ¿Crees que no te he oído? -¿Y, vos, las cosas que le has hecho a la Irene? – Nada de malo, ni que esté reñido «con la moral y las buenas costumbres». La invité a tomar una copa «personal» conmigo, como yo acostumbro: ella tomó y se mareó un poco. Después comenzó a jurarme que ella no me ha engañado nunca, que me quiere y que por qué yo soy tan ingrato. Hasta me pidió celos con las otras. – ¿Y a la Rosa no hizo alusión? – ¿Qué iba a decir? Todo el mundo sabe que es mi querida. Álvarez a Reyes, con sorna: – ¡A tí también ya te están gustando las jaranas! Después comenzarán a gustarte las cholas y ya no te querrás mover de aquí… Ja… Ja… Fernando y Adolfo estaban sentados en un banco. Miguel, el brazo derecho apoyado en el respaldo, en el frontero, el doctor Álvarez, petizo, esmirriado, nervioso, paseaba por delante de ellos, haciendo girar su bastón. Vestía pulcramente un traje gris, ceñido a la cintura, las solapas delgaditas, a la moda de hacía treinta años en Potosí, donde éI fué un dandy. Era el único que en Chirca usaba esa cosa estrafalaria, lentes para la miopía. – Bueno, entonces, el diachacu (cumpleanos) – exprésó irónico. – Sí, muy bueno: hemos bailado de lo lindo -certificó Díaz. -Y bebieron más. LA CHASKAÑAWI 31 – No tanto. – Sí, por eso se vinieron al amanecer cantando por la quebrada como cuando los indios entran bailando «La Charca». Y el Gregorito se vomitaría en el salón, como de costumbre… Ja… Ja… – No – rectificó Fernando-. Estuvo correcto. – Tan correcto, que andaba manoseando a las señoras y ajeando a los mozos en pleno salón. – Pero, usted, doctor – dijo Mariscal a Don César-, sabe del baile mejor que si hubiese estado allí. – ¿Qué no se sabe, pues, en este pueblo? – Pero no corregido y aumentado. – Ni corregido, ni aumentado. Les diré como ha sido, o cómo ha debido ser: don Pascual, campechano, vulgarote, les habrá dicho: «Sirvicuychaj, ah, guaguasniy»; doña Virginia se habrá hecho la mosca muerta. El Laureano habrá discurseado. Ustedes, los «jóvenes decentes», habrán andado de pellizcos y apretones con «las distinguidas señoritas» y las mamás y los papás se habrán hecho los zonzos y, así, por el estilo. Y vos – a Adolfo- ¿con quién te has arreglado? ¡Vamos a ver! – Con nadie, don César: no acostumbro. – No to niegues, ché – afirmó Mariscal -. Vos has estado feliz con la Juliecita. – Ah, bien – sentenció don César -. Es una buena niña. – Yo me vine -contó Reyes – con la Matilde. Y vine contándole que una vez, en Sucre, al recogerme de una farra, sufrí una alucinación terrible, pues, aunque la calle estaba desierta, tuve la sensación de que alguien venía persiguiéndome, como un fantasma. Mariscal, gato jugado en estos trances también, dió en referir muchas anécdotas sobre el asunto, suyas y de sus amigos: – Una vez – dijo – yo me recogía de una «chupa bárbara», de lo de «Las Ñustas». Farreamos tres días y a puro vino. Yo me estaba recogiendo a eso de las cinco de la mañana y me había quedado dormido en la patilla de la tienda de doña Judith. Cuando desperté, vi que un perro negro estaba echado a mis pies. Yo tengo mucho miedo a los perros y no me atrevía a moverme, por no despertar al perro. ¡Tenía un julepe bárbaro! ¿A qué hora despierta este bandido y me embiste?, me decía. Estaba en eso, cuando pasa mi comadre Santusa y me dice: – ¿Que se está haciendo ahí, compadre? – Y aproximándose, se inclina y levanta mi sombrero: ¡el perro que yo creía!… ¡Las borracheras con vino son terribles! Álvarez soltó la carcajada: – ¡Ni que hubieras estado loco! Yo no creo… ¿Cómo confundir un ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 32 sombrero con un perro? ¡Estás macaneando, hombre! Vivazmente argumentó Fernando: – Yo no sé por qué le cae en tanta gracia, don César: es un caso explicable. Yo les voy a contar otro caso personal, mío: Hace años me pasó una cosa parecida y también a consecuencia de una borrachera con vino: fué en Viñapampa. Estuvimos bebiendo ahí como una semana, en «La Granja», pero la última noche me sobrevino un insomnio espantoso: no pude pegar una pestañada en toda la noche. Pero eso no era lo peor. Sino que sufrí un insomnio con alucinaciones: veía un gigante enorme que venía a atacarme y, cuando me iba a coger, se convertía en una cantidad de enanitos que me rodeaban como una avalancha de ratones. Para mí no hay cosa peor que ver un ratón: figúrense lo que sufrí a quella noche. La cosa llegó a tal extremo que en un momento de esos, pegué un grito, horrorizado. Cuando vino el Mayordomo, el Remigio, le rogué me acompañara. Sólo entonces pude, un poco, conciliar el sueño. Al día siguiente tuve que parar el carro: me dió un miedo espantoso. Creí que iba a volverme loco. – Es un caso frecuente – ratificó Mariscal -. O, si no, recuerden ustedes cómo murió el Dr. Iglesias, que entonces vivía en mi casa: le dió, también, el delirio. En pleno día, a las diez de la mañana, yo lo he visto saltar por la ventana, meterse debajo de su cama y buscar todos los escondrijos gritando que lo perseguían los soldados para fusilarlo. Era una cosa que daba pena… ¿No es verdad que así murió el Dr. Iglesias? … También el pobre era un chupaco bárbaro. Y le pegaba de lo peor: aguardiente de higo. – Exacto – confirmó Díaz -. Tuvo una muerte desesperante. Mariscal, clavando la mirada a don César, solemnizó con enfática certidumbre: – Ríase, ahora, Doctor… Paseando por la plaza, cruzaban, de rato en rato, Hernán, Guillermo y un mocetón alto, gordo, moreno: Julián Reyes. Éste, al fin, concluyó por llamar aparte a Adolfo: – Como hemos supuesto que debes estar «mal del cuerpo» y un «picante» no te sentará mal, he mandado prepararlo en tu nombre donde la Claudina. No vamos a estar más que tú, el Fernando, Guillermo, Hernán y yo. ILlámalo a Fernando y vamos! – Bueno, pues, y muchas gracias. Los cinco se dirigieron a casa de la Chaskañawi. Mariscal extendíó los brazos a lo largo del respaldar de su asiento y repantigándose, bostezó: LA CHASKAÑAWI 33 – La juventud se va… – Para no volver – ironizó Álvarez -. O, si vuelve, será mañana. O pasado mañana. – ¿Sabes…? – explicó Julián, tomando familiarmente del brazo a Adolfo – lo hubiéramos invitado al Miquicho más, pero como estaba ahí el Dr. Álvarez, que es tan embromado, no había caso de dejarlo solo… ¿Sabes?… Yo recién he llegado de San Patricio y como supe que ustedes habían estado de baile ayer, decidí obsequiarles con «un picante», a vos, especialmente, donde mi comadre Claudina. Ya que vienes de tantos años, farreate, pues siquiera ahora, en este pueblo tan triste… Después de todo, ¡para lo que dura la vida! … Pasaron por delante de la casa de Julia y venciendo la «quebrada» y la plazoleta, ingresaron a la morada de «las Airolinas», por un estrecho zaguán que daba al patio. Un molle al centro. Macetas de resedas, claveles y albahacas. Al fondo, una galería. – ¿Ya está la sajta… ? – voceo Julián. Elegantemente trajeada con una pollera de raso rosa y corpiño blanco, salíó Claudina. – Mientras sirvamos la sajta – exprésó -, se estarán sirviendo esta chichita. Tomaron asiento en el poyo, al fondo del corredor, unos; otros, en sendas sillas. Saboreaban de la chicha. – ¡Y qué milagro es éste! – asombróse Claudina, dirigíéndose a Adolfo -, ¿que ha venido donde nosotras? – Apenas lo hemos traído – ilustró Julián. – He estado pronto a la primera invitación – se defendíó Reyes. – ¿Y qué es de la Ignacita? – preguntó Fernando. – Está preparando la sajta. Ya ha de salir… Y, ¿cómo les fué ayer en el diachacu…? Dizque han bailado de lo mejor. Entró la Ignacita. Era una chola como de treinta años, alta y muy morena, de cabellera crespa. El Manuco tendíó el mantel sobre la larga mesa, al centro del corredor. Los invitados comenzaron a servirse de la sajta de gallina, aderezada con salsa de tomates y locotos. – Esto ha de estar bueno – opinó Julián -. Como preparado por las manos de ustedes. Cuando concluyeron la merienda, abundantemente rociada con vino, Guillermo y Hernán, melómanos pertinaces, pidieron guitarras y comenzaron a preludiar un bailecito de la tierra. ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 34 – No hay que desaprovechar la buena música – previno Julián -. ¡A ver! ¡El Adolfo en baile! ¿Dónde se ha ido mi comadre? – Se dirigíó al traspatio y trayendo a Claudina de la mano, la detuvo en el centro de la galería de donde se acababa de retirar la mesa: – Vas a bailar con mi primo – recalcó -. Yo no sé bailar, ni tocar, ni cantar siquiera, pero se los voy a jalear bien. Para eso sí soy guapo. Resonaban las voces de los cantores con ese dejo de amargura derrotista tan propio de la música criolla boliviana. Adolfo, poco ducho en jaranas, bailó como Dios le dió a entender, lo mejor que pudo. Al concluir, avergonzado, se disculpó: – Bueno, yo ya he cumplido. Ahora que baile Julián. – No – repuso el aludido -. Le toca al Fernando. – Éste sacó a la Ignacita. Bailaron, animosamente, cuatro bailes. Julián rogó a Claudina. – Ché, comadritay, para que nos hagamos una buena, farra, la haremos llamar a la Olegaria y su hermana Chavela y a la Macacha más. Cuando Fernando concluyó de bailar, Hernán le ofrecíó la bandolina que tocaba: – Bueno – le dijo – ahora tienes que tocar vos también, bastante se lo he tocado yo ayer. Ahora me saco el clavo. A ver, Guillermo, ahora vas a tocar aquello que sabemos: Una sola vida tengo y por ti la he de perder… Hernán era también otro mozo de rompe y rasga. Tanto por su traza física como por la vivacidad de su temperamento. Heredero de una buena fortuna en haciendas y casas, las iba dilapidando, después de haber fracasado en sus estudios de Derecho. Guillermo, propietario también, no había salido del pago; era un mocetón alto, grueso, guitarrista eximio. – ¡Oh, aquí está esta ricura! – exclamo Díaz, saliendo al encuentro de la Chavelita. En compañía de su hermana Olegaria y de la Macacha, ingresó al recinto. – Chavelita, ¿cómo estas, buena moza? Más que «buena moza», era bonita, esbelta y airosa. Su hermana la Olegaria, alta, garbosa, amulatada, de ademanes muy desenvueltos, ya iba para cuarentena, y la Macacha, más petiza que alta, de bien torneadas formas, era de una fisonomía atrayente, con un lunar muy gracioso encima del labio superior. Los circunstantes las rodearon confundíéndolas con atenciones y requiebros, obligándolas, «por lo que se habían tardado», a libar LA CHASKAÑAWI 35 abundantes vasos de chicha. Don Pascual, que pasaba ese momento por la quebrada, al escuchar la música, detuvo su caballo. – ¡Alooó! ¿Quien vive en ésta casa? – gritó. – Pase, don Pascual – le invitó Julián -. Aquí estamos tomando unos vasitos de chicha. – ¿Y no invitan? – ¡Cómo no! BáJesé y verá. Don Pascual desmontó. Arriendó su caballo al molle de la plazoleta. Ingresó a la casa. Vocería de aplausos. Efusiva cordialidad. Preguntó por Claudina: – ¿Dónde está esa pícara? ¡Esa ingrata ya no se acuerda de este pobre viejo! – Como usted no se acuerda tampoco de esta pobre chola. – Se estrecharon las manos, complacidos. – No es cierto eso, ahijada: ayer te hice llamar tantas veces y vos no quisiste venir, por pura orgullosa. La Virginia sintió mucho que no fueras a saludarla. – Cómo, pues, yo iba a estar metida con las señoritas. Ni que fuera una llunku (adulona). – Bueno, no discutamos de eso. Primero saludaré a estas buenas mozas -. Fué repartiendo apretones de mano y galanterías a las mujeres y tomando asiento en medio de ellas, pidió la guitarra a Guillermo: – A ver, socio, bailá vos también… Vos, de tocar nomás te ocupas y ayer ya has trabajado bastante. Ahora sácate el clavo: yo te voy a tocar… A ver… – voceó – ¡Todos en baile! ¡Todos! Comenzó a rasguear la guitarra con brío, haciendo temblar las cuerdas, y con voz apasionada soltó la copla: Cantando me he de morir… Cantando me han de enterrar… Los mozos, afanosos, como si la presencia de don Pascual les hubiese insuflado eléctrico fluido de dinamismo coreográfico y jacarandoso, se pusieron de pie. Sacaron parejas. Fernando a la Macacha, Adolfo a la Claudina, Julián a la Ignacita, Hernán a la Olegaria y Guillermo a la Chavelita y comenzaron a batir el pañuelo y a zapatear a más y mejor poseídos de una dionisíaca euforia. A poco de que concluyeron una media docena de «bailecitos de la tierra», alegres y sanos y cuando reposaban, bebiendo chicha para ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 36 reportarse del bochorno, se presentó Gregorio Ustares: petizo, gordo, de cabellera hirsuta, ojos de pulga y labios jetones y morados. Era otro tarambana también. Heredó de su padre, un minero enriquecido en las minas de Pulacayo, una buena fortuna, la misma que voló alegremente cuando su noviazgo con Juana Méndez, la hija de don Laureano. En la actualidad, casado ya, sin un centavo, vivía a costa de su mujer. – ¡Ah! … IAquí habían estado estos bandidos! – exclamó -. Y yo que tanto los he buscado. Cualquiera avisa, pues, cuando se lo va a festejar a un amigo. Yo también me hubiese acuotado. Aunque estoy pobre por ahora, sigo siendo caballero. – Aquí no hay cuota que se tenga – rezongó Hernán -. Todos hemos venido invitados por el Julián, pero vos has llegado tarde. Para vos ya no hay nada. No le den nada-. Caritativa, la Macacha, le ofrecíó un vaso de chicha.. – Debe de estar con sed, don Gregorio: sírvase esta chichita. – Ah, Marcachita, yo prefiero un singanito… ¡Un singanito, guaguayl… Le sirvió el licor tan anhelosamente solicitado. – Así es, pues, la buena gente, no, ricura? … Vos no eres mala como estos caballeros que no avisan a sus amigos cuando se vienen a comer un picante. Pero, está bien no más… – suspiró -. Yo también ya pronto he de tener plata… ¡Entonces veremos! – Bueno, ché, Gregorito – increpóle Hernán -, no te «kaykees» antes de haberte emborrachado… ¿O, ya has venido borracho…? – Yo no hablo con vos – repuso Ustares. Y observando al contorno, se dijo: – Tomaré, mejor, asiento, aunque nadie me invite -y vació la copa de singani de un solo trago. – Pobre Gregorio – murmuró Fernando al oído de Adolfo -. Antes daba de beber a todo el pueblo y ahora, para invitarle una copa, todavía le echan en cara su situación. Le llamó. – Gregorio, ven: charlaremos. Hernán sonrió: – El Fernando, tan compasivo: ¡ya vera cómo le sale! – Bueno, nosotros cantaremos, mejor, don Pascual -. Cogíó la bandolina y sentóse al lado del aludido. – Sí, es mejor – confirmó éste -. ¿Qué cantamos… ? A ver, ¿qué te parece este kaluyo? Y con voz enternecida, por donde respiraba el alma kesjwa, cantó esta antigua balada que recordaba desde sus mocedades: Imaynallata taiman Yana hilo kunkaiquita. LA CHASKAÑAWI 37 Kori ñajchaguan ñajchaita Kunkaiquipi pujllachiyta. Imaynallata atiyman Chaska koillur nagüiquita, Ñausainiyta cayniyt a ‘kichaspa, Sonkoyllapi kanchachiyta. Imaynallata atiyman Chay sumaj puriyniyquita, Sapa ttasquiypi, ttikasta Astaguanrac mutichiyta. Kay tucuyta atispanari, Atiymantaj sonkoiquipi, Sonkoichauipipi millkispa, Uinaypaj kallallachiyta. Don Pascual cantó esta antigua balada kejswa con tanto sentimiento que estremecíó de emoción al auditorio. Transcurridos unos minutos de conmovido silencio, tornaron al baile. Mientras tanto, Julián, en un extremo del corredor, conversaba con Adolfo, de su tema de siempre: la política. – Yo soy liberal – decía, con énfasis – porque ¡claro!, los liberales somos gente que vale: por eso nos destierran. Yo soy enemigo de los frailes… ¡Semejantes pollerudos! Vos no eres como nosotros. Te has educado en una ciudad. Pero eso no to da derecho a que nos desprecies. Somos unos pobres chacareros, sin más instrucción que una pobre escuela, pero detrás de estos pechos rudos, has de encontrar siempre corazones generosos, almas nobles, hombres valientes, karis a toda prueba. Somos chirqueños valientes – Se enfervorizó y levantando su copa, con voz fuerte y actitud tribunicia, exclamó: – Señores: vamos a tomar esta copa de humilde singani, en primer lugar por nuestra tierra, por esta tierra que ha dado grandes hombres a la patria y soldados valientes al ejército, y en segundo lugar, en honor a nuestro querido amigo y pariente don Adolfo Reyes, hijo de don Ventura Reyes, que aunque se ha educado en la Capital de la República, quiere también a su pueblo como nosotros lo queremos y no lo desprecia como tantos necios. Salud, señores. – Vació la copa, de un golpe, hasta las heces. Los demás, pendientes de las palabras de Julián, pues le conocían el flaco de la oratoria cuando se hallaba entre copas, pero también lo sabían de fuertes puños, le escucharon con respetuoso acatamiento. – Bueno – preguntó Julián -, ¿ya han tornado? ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 38 Asintieron todos, unánimes. – Ahora que sirvan otra. – Así me gusta – afirmó, diplomático, don Pascual -. ¡Que siga el baile. IA ver, muchachos!… Adolfo, ya medio ebrio, se atrevíó a replicar a Julián: – Sí, nuestro pueblo es como tú dices, un pueblo de valientes, pero no puedes negar que ahora ya no es ni la sombra de lo que fué antes: todo está en decadencia y nosotros mismos ya no somos como eran nuestros padres. – Sí, eso ya sabemos, Adolfo. Por eso, mientras llegue la hora de que nos cargue la trampa, nos emborrachamos-. Se quedó, empero, un rato, pensativo. Luego reacciónó: -Pero no dirás que nosotros tenemos la culpa: ¡la culpa la tiene el gobierno que se ha olvidado de nosotros! … ¡Ahora, sí vamos a ver lo que hacen nuestros Representantes! ¡Semejantes pollerudos! ¡Frailes de la gran siete, carajo! A mí lo que me da rabia es que nuestro Representante sea un fraile, un fraile tan carajo como el tata Pérez. Ahí están los beneficios de «La Gloriosa». Lo que nosotros necesitamos – prosiguió, más enfático… Medíó Claudina, conciliadora: – Bueno, ché compadrituy, aquí no ban venido ustedes a discutir de política, sino a alegrarse. Bailaremos mejor, don Adolfo. – ¿Qué es eso de don Adolfo? – extraño Julián -. Llámalo Adolfo, a secas, o Adolfito, si quieres… Si es nuestro paisano y hasta nuestro pariente. ¿Qué es eso de don Adolfo? – Bueno, no es nada de eso – sonreída y vivaz repuso ClauDINA -. Es mi «chunkito» mi paloma, mi guagua -. Estaba ruborosa, decidora, enardecida, achispada. – ¿Lo quieres acaso? – intencionado, interrogóle Julián. – Sí, lo quiero, lo adoro. Ufanos salieron a bailar. Provocativa, Claudina bailaba con desenvuelto donaire, nalgueando voluptuosamente y batiendo por lo alto el pañuelo. Al final se largó con un zapateado firme y parejo. Adolfo, inútil para la danza, quedó aplastado bajo el repiqueteante taconeo de las zapatillas de Claudina. Comenzó a atardecer. Se descompuso el tiempo. Amenazaba lluvia. Don Pascual se despidió: – Más tarde ha de llover – explicó – y no he de poder irme. Mi pobre caballo debe estar muerto de hambre y de sed… ¡Qué mala cabeza soy, por Dios!… ¡Ah, pucha! … Estaba yendo al Molino de abajo y he perdido la tarde… Todo por estas buena mozas-. No hubo manera de retenerlo. Se marchó. Claudina concluyó de bailar seis bailes seguidos con Adolfo. LA CHASKAÑAWI 39 Asíéndolo de la mano, se lo llevó a un rincón de la galería. Pidió dos vasos de chicha. Estaba sudorosa, acezante, brilladores los ojos, sonrientes, ternurosos, cariciosos, los labios: – Y, ¿es cierto que me quieres? – demandóle Adolfo, enternecido, mirándola hondamente. – ¡Sí, te quiero, te adoro! – repuso ella, vivaz, efusiva -. Eres el único hombre que me gustas… Por eso estoy haciendo farra en mi casa… ¡Crees que si no fuera por ti, dejara que vengan estos gualaichos a mi casa! Vos también me quieres: yo sé eso… ¡Nos queremos los dos! Con nadie – afirmó – me ha pasado lo que contigo. Cuando te vi por primera vez, esa tarde que estabas Ilegando… Yo estaba viniendo triste. Tuve un colerón donde esta Olegaria. Al verte, me pareciste simpático: yo inmediatamente adiviné quién eras. Cuando me miraste yo quede enamorada de vos. – A mí me paso lo mismo – confesó Reyes -. Yo también estaba llegando triste. Nuestro pueblo me dió pena. Al verte, al cambiar mi mirada con la tuya, te encontré tan linda. No sé que me pasó. Desde ese rato fué linda nuestra tierra. Desde entonces lo único que he hecho es pensar en ti, en todas las horas, en todos los momentos: tengo el corazón lleno de tu imagen. Me parece que vos eres una persona muy distinta de las demás: me parece que todo lo que haces, que todo lo que dices, que los lugares por donde andas y hasta las cosas que miras, con sólo eso, Ilegan a tener una importancia extraordinaria, excepcional, se vuelven también hermosas como vos… ¡Estoy loco de amor por ti! En el otro extremo del corredor, Ustares, ebrio, no lo soltaba de la mano a Fernando abrumándole con el relato confidencial y lastimoso de sus desgracias conyugales: – Figúrate, hermanito – recalcaba -, ¿te puedes figurar que la mujer de uno, nuestra señora, la que es esposa de uno, haga lo que ha hecho la Juana conmigo…? ¡Hacer botar mi cama a la calle! ¡Botarme a mí, a mí, a mí? Y… ¿quién?… Humm… -Vació la copa. Se quedó pensativo, sumido en un profundo dolor. Luego de minutos, prosiguió: – Y vos sabes las cosas que yo he hecho por la Juana… Por ella me he embromado, ¿te acuerdas? – Mucho, hermano: vos te portaste como un caballero. – Sí, tienes razón – contestó Gregorio. Sugestionado por la frase, se atuvo a ella: – Yo te lo conté a vos todo, todo lo más íntimo, lo más sagrado, cuando estuvimos donde «Las Ñustas», el año de la candidatura de Gutiérrez Guerra: entonces te conté, sí, la Juana, antes de ser mi esposa legítima, fué mía; sí, mía: iyo pude no ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 40 haberme casado con ella! Pero, ¡no! … Es que yo soy «un caballero», como vos dices… Y la quería, hermano, Fernando. Y la quiero todavía… Pero, ¡me ha botado!, me ha botado a mi, ¡a mí, que soy un caballero!… Sí, yo he gastado toda mi fortuna por ella. Pero, no: ella no es la mala: es su madre, esa vieja de doña Guillermina, esa vieja… Hernán, que acertó a escuchar las últimas palabras de Gregorio, con sorna, le dijo: – Ché, entonces, debes cantar como los «pampeños» – y rasgando la guitarra, tarareó: La casa de mi suegra ya se ha rajao…¡ ¡Ojalá se cayera y la matara! ¡Y la matara, sí … Vieja bandida! Ella la enseña a su hija que no me quiera… Claudina, dejando el coloquio con Adolfo, se aproximó a Hernán: – ¡No cantes esas zonceras! Ven: vos vas a tocar y yo voy a cantar… ¡Que baile la comadre Olegaria! -Y comenzó a cantar con tierna voz de tiple, animosamente: En la cumbre de aquel cerro toro brama por su vaca, como llora aquel muchacho por esta guapa muchacha… ¡Por esta guapa muchacha! Repetía, enfática, el estribillo, elevando la voz y golpeando el suelo con el pie, voceaba: – ¡Hip… Hip… Hurrahh! – jaleando con todas sus ganas. – A ver – ordenó -, toquenmelo una cueca: quiero bailar. ¡Estoy contenta! Con vos, compadrituy – invitó a Julián. – No, mejor, comadrita, bailá con el Guillermo. Él es guapo para cuecas – Hernán la sacó. El resto de los circunstantes se agrupó alrededor de Guillermo, que tocaba la guitarra y, con todas sus ganas, cantaron otra cueca. LA CHASKAÑAWI 41 Adolfo seguía con la vista hasta el menor ademán de Claudina. Ella, incansable, batía airosamente el pañuelo. Al final de cada cueca se ponía a zapatear con tal firmeza y energía que no parecía sino que en vez de cansarse con tanto baile y taconeo, a cada conclusión de cueca recobraba nuevos bríos e iba enfervorecíéndose cada vez más como esas yeguas de carrera que cuanto más corren, más ganas tienen, una gana loca, de seguir corriendo. Repiqueteando el suelo, se placía en lucir el isócrono taconeo de sus zapatillas de cabritilla blanca que resonaban como el golpeteo de dos palos sobre el parche de un tambor. – De bailar, así se baila, y si no, no vale – aplaudía Julián. – Ya pueden sacarse molde -enfatizó Hernán -. Así sabemos bailar nosotros… – y gritó -: ¡Viva la farra! – ¡Que vivaaaaa! – contestaron las mujeres con estridulante algarabía. Pero, exabrupto, cuando Claudina iniciaba una nueva serie de cuecas, se armo la de Dios es Cristo: Adolfo y Ustares, que estaban tertuliando rato antes tan cordialmente, se habían puesto en pie y comenzaron a darse de golpes como dos energúmenos, tanto que Adolfo, de un silletazo, lo arrojó contra la pared, mientras vociferaba: – ¡Este carajo, mentiroso! ¡Yo le voy a romper el alma! Prestísimo, acudíó Julián. Inexorable, con la autoridad de sus vigorosos brazos, los separó. Claudina acudíó también. Gritó imperativa: – No vengan a hacer escándalos en mi casa. ¡No faltaba más!… Guajj Adolfito, ¡yo no te creía así! Reyes, que forcejeaba entre los brazos de Julián, gritó a su vez: – Suéltenme… Suéltenme… ¡la ha insultado a la Claudina! Ha dicho que es querida del Óscar Arraya, ¡éste carajo! – Ustares, que había reaccionado de su beodez con el silletazo, explicó: – No… Me ha entendido mal… Yo no he dicho eso… El Adolfo me ha entendido mal… – No mientas, carajo – persistíó Reyes -. Has dicho que la Claudina es querida del Óscar Arraya. Doña Pascuala entró a mediar en el asunto: – Calma… Calma… Mejor es que se vayan. Ya han tornado mucho… Ya están borrachos.. . Hernán y Guillermo lo tomaron a Ustares del brazo. Compasivamente lo Ilevaron a su casa. – Así atrevido siempre es este «tujchi» – exprésó Claudina -. Por eso yo nunca quiero recibirlo en mi casa. Pero, ¡ha de ver mañana! Le ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 42 voy a pedir explicaciones cuando esté sano… ¿Qué dijo de mi?… – Un montón de disparates – evadíó Adolfo -. Pero al último, cuando me dijo que tú habías sido querida del Óscar, fué entonces que le zumbé con la silla. – Has hecho bien entonces si dijo eso … ¡No faltaba más! ¡Semejante cholo refinado! El resto de las mozas se habían marchado en el momento de la camorra. Julián también se fué con ellas, a proseguir la farra malograda. Fernando y Adolfo quedaron un rato más. Estaban fatigados, semiebrios. – Tan bien que nos estábamos – reflexiónó, suspirosa, la Ignarita -. Ay, este Gregorio siempre es así pendenciero. No hay ninguna «reuníón» donde no riña con alguien hasta hacerse botar como un perro. Claudina, para. Calmar los ánimos, sirvió un ponche de vino. Cuando se marchaban, los acompañó hasta la puerta de calle: – Mañana los espero – les dijo -, pero sólo a ustedes. Les voy a invitar una «laguita» bien picante, como para tunantes. – Oh, como hecha de tus manos, ha de estar divina -agradecíó Adolfo. Cogíéndola de la diestra, la besó con la galante delicadeza de un caballero del medioevo a la dama de sus pensamientos. Ella se dejó besar como quien cobra un tributo de reina. – La Claudina to ha sorbido el seso – observó Fernando cuando cruzaban la quebrada -. Pero no te conviene, hijo: ¡estas cholas son unas diablas! … – No me amargues la existencia, hermano – repuso Reyes -. Es una chola linda. Yo la quiero, sea lo que fuese … Y, después, ¡que pase lo que pase! … ¡No importa! Yo nunca he sabido lo que es amar, amar con la intensidad, con la inquietud, con la fuerza con que la amo a esta mujer … VIII Elena, oficiosa, se encaminó a la casa de Julia. Soltó el trapo: – Che, ¿sigues pololeando con el Adolfo? La Valdez vaciló, sin saber qué responder. – Bueno – afirmó la Manrique -, ¡no lo niegues! Yo he sabido que estuvieron «arreglados» en «El Rosal», el día del cumpleaños de doña Virginia. Pero te voy a dar una noticia. – ¿Cuál …? – Que se está echando a perder “tu chico», ché, como… Los otros. El día de ayer han estado de farra donde las Airolinas. LA CHASKAÑAWI 43 – Narró, con pelos y señales, a su modo y conveniencia, todo lo ocurrido el día anterior en casa de Claudina. – ¿Y de cómo sabes esas cosas…? – ingenua, inquiríó Julia. – ¿Qué no se sabe en este pueblo, pues? El Fernando también estuvo allá … Lo que es, si lo encuentro hoy día, así le ha de ir … ¡Qué sinvergüenzas! … Cada uno había estado con su «cada cual», hasta el vejete de don Pascual … Ese viejo calavera, ¿cómo no, pues…? Siempre ha de andar metido con jovencitos. El Adolfo con la Claudina, el Fernando con la Macacha, con esa perdida, el Hernán con la Chavela y, así … Figúrate, ¡qué atrevidos! Lo que debes hacer vos, ahora, es enojarte con el Adolfo, ¡no faltaba más! Y más vale que te pongas enérgica con tiempo, porque si no, más tarde, ya no has de poder … – Pero yo que he de hacer, pues, si él la prefiere a esa chola. – ¿Cómo la va a preferir, pues? ¿Acaso es de su clase y acaso no te ha jurado que sólo a ti te quiere?. La cosa es que ella quiere atraparlo y son sus amigos los que lo llevan quién sabe aun en contra de su voluntad… ¡Así son los jóvenes aquí! Yo a ser vos, la tomaba a la chola en la calle y le decía éstas son cinco: ¡no faltaba más! – Ella me llenaría de insultos, pues… No, Elena… ¡yo no puedo ponerme con una chola! – Bueno, si vos no to atreves, yo le voy a decir, porque yo la aborrezco y a mí no me ha de hacer correr. Donde me levante la voz, le saco sus asuntos con el Óscar Arraya y el Miquicho Mariscal y, en fin, cosas que yo sé, pues … ¡No faltaba más! … Y, si me das derecho, te lo pongo en veredita a tu Adolfito … ¡Mírenlo a semejante tipo! IY él que se hacía el santo! – ¿Pero cómo has llegado a saber todo eso? – ¡Ah! Es que la muchacha que las Airolinas hacen llamar cuando están de jarana, es mi comadre y yo le he enseñado para que se fije en todo. Ella me cuenta, pues … Pero yo ya le he dicho a mi comadre Santusa que le avise a la Claudina que el Adolfo es tu enamorado y se va a casar contigo. Se despidió. – Buena espina le he metido – pensó, para sí, Elena -. Ahora que se las entienda con el Adolfo, si puede. IX Iban para tres días que Reyes se recogía tarde a su casa, después de sus tunantadas. Su madre nada le decía. ¡Era por excesiva ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 44 timidez o porque quería correrlo con su silencio? … Avergonzado, aquella mañana, víspera ya del año nuevo, se escapó de la casa. Indefectiblemente, tuvo que ir a rematar a la plaza «Campero». Pero hizo su mala estrella que tropezase allá de manos a boca con el consabido grupito de muchachas. Era domingo. Estaban Julia, Amalia y Luisita, con el Dr. Álvarez. Amalia, intencionada, lo llamó: – Te esta necesitando esta Julia, ché. Mal de su grado se allegó al grupo. Llevaba en, la cara las huellas patentes de sus parrandas. Tenía la cabeza pesada. Se sentía estúpido. – ¡Hola, Adolfito! – exclamó don Cesar -. Te veo de tres días, desde que te marchaste con Julián … Y, ¿qué tal la farra? – No he estado de farra, don César. Me recogí temprano. – Eso… ¡se te conoce en la cara! – observó Amalia -. Tienes una cara de San Luis Gonzaga … Ique da miedo! Pero no vayas a hacer milagros como él. – ¡Quién sabe! … ¡Quién sabe! … – reflexiónó el doctor. Remató sentencioso: – Es bueno que los jóvenes se diviertan, de vez en cuando, pero no todas las noches, y con sus días más, como hacen los jóvenes de aquí. – Y con semejantes «imillas» – agregó, con un gesto de repugnancia, Amalia. – A los jóvenes de ahora les gusta mucho «la pollera». – No solo la pollera – agregó la Vega -, sino también el aksu y la hojota. Reyes no acertaba a librarse del chaparrón. Balbucíó, apenas: – Pero… ¡Qué malas lenguas habían sido ustedes! ¡No se puede conversar con semejante gente! Prefiero acompañar a Luisita que es tan buenita y no dice nada -. Tomó asiento al lado de ella. Ésta lo miró azorada. Julia, a la izquierda de Luisa, torcíó el rostro con un gesto de rabia y pena, indisimulables. Álvarez asumíó nuevamente su papel de Catón… El Censor de Chirca: – ¿Y qué tal la trompeadura con Ustares? – ¡Qué sinvergüenzas! – afeó Amalia -. Irse a pelear como perros, por una chola. Julia continuaba silenciosa. Seria. No dirigía la mirada a Reyes. Amalia, a su sabor, se regodeaba comentando: – ¡Qué aprovechado está resultando este Adolfito! A mí me han contado que esta mañana iba por la quebrada abrazado de la Claudina y tapado con su manta… No, hijo, no te conviene que sigas LA CHASKAÑAWI 45 así, porque te vas a corromper y, después, te hemos de ver sentado en un poyo frío, agarrado de un andavete y hediendo a cebolla. O, ¿qué le aconsejas vos, Julia? Vos no dices nada. Parece que estuvieras enojada con nosotras. Debes enojarte con él, «que te ha ofendido», pero, con nosotras, ¿por qué, pues, ché? – Si no estoy enojada – contestó Julia, en voz baja, mirando el suelo y esforzándose por sonreír: – ¿Por qué estuviera enojada… ? Yo qué tengo que hacer … – Velay, hijo… – afirmó, enfática, Amalia, sonriendo triunfal. – Ya has oído tu sentencia: «Ella nada tiene que hacer contigo»… ¿Qué dices ahora? – Es falso lo que cuentas de la quebrada – arguyó Reyes -. Tú te has inventado de perversa. – Bueno – dijo Julia, humildemente -. Yo me voy… ¿Vamos, Luisa? Se despidieron. A Adolfo apenas si le extendíó la mano. Este no se atrevíó a acompañarla. Cuando se aluengaron, Amalia expuso: – Tiene razón de enojarse. Por eso no debes ir donde esas cholas. – Eso no se hace a una «señorita» – censuró don César. – ¡Vaya! .-exclamó, por fin, Adolfo -. ¿Creen ustedes que su enojo es serio? ¡Qué disparate! Si me da la gana, esta tarde mismo me compongo. – ¡Claro!… – ironizó la Vega -. Como que ella tampoco puede darte lecciones de «fidelidad y constancia». Entre moros anda el juego. – ¿Por qué dices eso? – indago, inquieto, Reyes. – Eso… Menos averigua Dios y perdona… – soltó una risita de enconada intención… Ja… Ja… Se marchaba ya, sin dejar de reír. Adolfo se quedó pensativo. X Doña Eufemia continuaba con la táctica de no decirle media palabra. Almorzó solo. Su madre ya lo había hecho antes. Luego, se tendíó a dormir la siesta. Tenía el cuerpo descuajeringado. Despertó a media tarde. Llegó Fernando: – ¿No quieres que vayamos a darnos un baño? Es necesario que nos saquemos la grasa alcohólica. Reyes mandó ensillar dos caballos. Partieron a pasitrote. Cuando, antes de tomar el callejón, para salir a la playa, pasaron por delante de la casa de Julia, se encontraba en la puerta de calle. Fernando siguió de largo. Adolfo detuvo su corcel. – ¿Sigues enojada …? ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 46 – ¿Contigo?… No, ¿por qué? … ¡Vaya! ¿Cuando acostumbro a enojarme contigo? La que me dió rabia fue la Amalia: ¿te has fijado lo perversa que es? Todo to que ha dicho, ha sido por darme rabia a mí. ¡Vaya!, que la comprendía demasiado. En cuanto a vos, no has hecho ni la décima parte de lo que hacen los demás.. ¿Por que no se fija Amalia en la conducta de su padre…? Adolfo se quedó desorientado: no le gustó la tolerancia de Julia. Habría preferido encontrarla inexorable, como en la mañana, para disfrutar el placer de desenojarla. No sabía si interpretar su tolerancia como que poco le importaba en el fondo, la conducta de él, a ella, o el apocamiento de Julia llegaba hasta el extremo de que no se encontraba con derecho suficiente para oponerle ningún reparo. Ella le sacó de dudas. – Si te conozco bien: tú eres incapaz de ir donde esas cholas; ha sido ese «gualaicho» (badulaque) de Fernando quien te ha llevado: por eso no me enojo y aunque la Elena me ha dicho que estás enamorado de esa Claudina. No lo creo. Esto le molestó más. Quiso echárselas de calavera. – Pero, después de todo, hemos farreado de lo lindo… Ella no alcanzó ya a responderle. A la sazón la llamaba doña Gertrudis. Julia le hizo chist, indicándole se alejara. Adolfo partíó al escape. Fernando lo esperaba tomando el fresco a la sombra de un molle. – Y, ¿qué tal? – Nada, no está enojada. Ya en la playa observaron que el río había aumentado con los aguaceros de los días anteriores. Cruzaron la explanada bajo el bochorno que derramaba polvos de vidrio en ascua sobre la atmósfera; chispeaba la arena. En la orilla opuesta, frente del pueblo, al pie de una colina, pusieron pie a tierra. Arriendaron sus andaduras al tronco de un algarrobo y desnudándose prestamente, arrojáronse al río. Qué sensación tan placentera la del aqua barrosa. Plenos de gozo animal se zambulleron y pusiéronse a nadar en los remansos. Salieron al rato. Adolfo, que retornaba a estos parajes de luengos años, enternecido, se complugo contemplando el paisaje de la tierra natal. La Vascuña boliviana. Lo encontraba de plácido primitivismo, no pervertido por la civilización: frente por frente de él, la peñería, no muy elevada, cubierta de arbolado de algarrobcs y churquis; más acá, en el faldió, los cuadros de sembradió, los maizales, ya en cabello, de canas LA CHASKAÑAWI 47 verdosas y flor amarillenta. Batallones de molles, de rotunda verdosidad, corrían a la linde de cercados y, de vez en vez, esbeltos y cimbreantes eucaliptos, sacudían la gaya cimera de sus penachos, como gallardos granaderos. Al Oriente, el cielo de un azul traslúcido, por encima de colinas rojizas y estañosas. Hacia el Noreste, la profusión de las chacras que bordeaban San Javier y el espeso arbolado de molles y álamos, dificultaba avizorar el caserío: sólo blanqueaban, erguidos, destacándose de la arboleda, los campanarios de la iglesia parroquial y la fábrica de la Casa Municipal, espejeando al sol su techumbre de calamina. – Este paisaje es delicioso – exprésó Adolfo -. Respira un aroma de robusta y plácida vitalidad intacta. – Sí, es linda nuestra tierra – corroboró Fernando -. No es tan desolada como la del altiplano. Adolfo pensó en Julia, en Claudina, en todas. Ellas también, como el maíz y el duraznero, la vaca y el caballo, eran producto óptimo de ese ambiente luminoso, de agresividad genesíaca: tanto derecho como ellos, tenían ellas también, al jocundo disfrute de la vida plena, como el animal y la planta: ¿por qué no lo hacían? ¿Por qué no satisfacían con plenitud de gozo las imperiosas exigencias de sus más legítimas necesidades sexuales? ¡Los malditos prejuicios sociales! En la cima del molle se asentó aquel pajarito augurio de buena suerte y soltó al aire su claro sortilegio miliunanochesco: Bien te fué… Bien te fué… Adolfo, emocionado, al pensar en el absurdo contraste entre aquel paisaje de sana rusticidad y los prejuicios chicos, mezquinos y monacales que en San Javier impedían la libre expansión de los instintos vitales, de la vida plena y fecunda, exclamó: – ¡Qué hermosa sería la vida sin las tonterías de los hombres! ¡De estos hombres miopes que quieren torcer las inexorables leyes de la Naturaleza! Sí, Juan Jacobo tenía razón: la naturaleza es buena y el hombre también es bueno, pero la sociedad le ha corrompido. – Sí – observó Fernando -, así es, pero nosotros también, como Juan Jacobo, volvamos a la ciudad: hasta más tarde puede sorprendernos un aguacero. XI Amanecer de año nuevo. La noche anterior había llovido. La mañana ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 48 sonreía con una dulzura luminosa y dorada; el cielo, azul cristalino; bandadas de dardeantes golondrinas, de alas negras, sesgaban la transparencia cándida del espacio. Adolfo paseaba por la plaza con Amalia y Julia. Ésta, primaveral, trajeada de blanco, los brazos desnudos. Amalia les invitó a un paseo por «El Rosal». Profusión de gente. Indias endomingadas curucuteaban, proveyéndose de especias y telas, en las tiendas; las cholas, de polleras de vivos colores, rosadas, celestes, de brilladora verónica de espumilla, se encaminabati a la capilla que estaba llamando ahora a misa con su clara campanita campesina. Hombres jóvenes y adultos, de negro, deambulaban por las aceras. Otros, plácidamente sentados, platicaban a la sombra del molle patricio. Jinete en brioso corcel negro, de pantalón colán, botas negras, tintineantes roncadoras, sombrero alón, alentado en la frente; rostro severo, ojos pardos, barba negra, un pañuelo blanco flotando sobre el pecho, iba don Germán Manrique, a todo trote. Mas, divisando a Reyes, detuvo su caballo, sentándolo gallardamente, echando el busto para atrás. Luego se inclínó a media montura – ¡Hola, Adolfito! -extendíó la diestra-. ¡Qué sorpresa más agradable! Yo no sabía que habías Ilegado -. Conversaron un rato. – Vas en buena compañía – observó, sonreído -, pero cuidado con estas buenas mozas… Yo acabo de llegar de la mina. Vine por pasar el año nuevo con la familia y también por ver cómo andan mis asuntos… ¡Éstos malditos picapleitos que no lo dejan trabajar tranquilo a uno! Mañana estoy de regreso, no hay caso de descuidar el trabajo. Bueno, a ver si de un rato, te Ilegas por casa. Picó su tordillo. Salíó rajando calle abajo. En el ambiente quedó flotando una estela de hombría. Era el tipo del antiguo javiereño, esforzado y llanote, amante y respetuoso del hogar, celoso defensor de su honra y de su hacienda, premioso para el trabajo como una hormiga y fuerte para la vida como un churqui. Esa fué la impresión que tuvo Adolfo. – ¡Es una gran cosa este don Germán! – Él es muy bueno y trabajador – aseveró Amalia -. Las que son malas son sus hijas y su mujer. Mientras él se mata trabajando en esa Tebaida de Jatun-Orko, por tenerlas bien a ellas, ellas no se ocupan de otra cosa que de pasear bien futres y no hacen nada en su casa y son unas chismosas cuya única distracción, o la mejor que tienen, es la de poner mal nombre a todo el mundo. La peor es doña Angela. -Siguieron caminando. Amalia preguntó: LA CHASKAÑAWI 49 – ¿Y creen ustedes que el Fernando se casará con Elena? Yo no creo. Me parece que el Fernando sólo pololea con ella por pasar el tiempo. Si la quisiera verdaderamente no le dijera las cosas que le dice y, sobre todo, no la citara a deshoras de la noche detrás de su casa. – Eso no es cierto, Amalia – afirmó la Valdez -. Al menos, yo no he sabido nunca. Y con lo brava que es dona Angela no creo que la Elena se atreva a hacer nada. – Adolfo tampoco era de esa opinión: – La Elena será medio pizpireta y el Fernando, ya lo conocemos, es de genio bromista, pero de ahí a que el asunto pase a mayores, ¡no creo! Y no creo, porque el Fernando sabe que si hiciera algo con la hija de don Germán, lo meten en vereda y doña Angela se lo come vivo. Además, Fernando, aunque aparente tratarla con ligereza, en el fondo la quiere mucho. – ¿El te ha dicho? – inquiríó Amalia. – No, pero es muy visible. – Supones no más, hijo… Oh, yo la conozco y sé lo pícara y astuciosa que es y los modos que se da para no hacerse advertir de nadie, especialmente de su madre… Sí no ha sucedido nada, será porque el Fernando no se ha atrevido. Lo que es por ella… Y, así, descuerando, descuerando a la familia Manrique, llegaron a «El Rosal». – Mi mamá debe de haber ido a misa – previno Amalia -. Nosotros vamos a pasear por la huerta. Les voy a invitar brevas (higos), que nos han mandado de Viñapampa. Entraron en la huerta. Respiraba ella ese olor tan sugestivo, casi voluptuoso, como de mujer convertida en naturaleza, que tiene la tierra recién llovida. Olor rememorativo. Tal vez de qué añoranzas ultratelúricas de cuando fuimos tierra también. Bandas de tarajchis, huichicos y tordos, en la copa de los molles, desmenuzaban sus trinos mojados de alborada. Las madreselvas, agarradas a las tapias difundíán ese su típico y penetrante aroma tan capitoso, como de mujer en celo. Amalia tomó la delantera, a la sombra del emparrado donde se enredaban las cepas de vid, colgando su blanquecina flor en cierne: ¡Miren! ¡Miren! … ¡Este parral ya tiene uvitas! … La cosecha este año promete ser buena, si no cae ninguna granizada -suspiró Amalia, deteniéndose junto a una cepa. Julia, que apenas si la atendía, había arrancado un puñado de romaza y arrojando picarescamente al rostro de Adolfo, censurábale: – ¡Ingrato! ¿Te acuerdas de lo que me dijiste aquí, de lo que me juraste? … ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 50 – ¿Cómo no voy a acordarme? Vivo pendiente de aquel recuerdo: es el único retazo luminoso de mí existencia. – ¿Vamos a buscar nuestra flor?…¿Te acuerdas dónde era?… ¡Apuesto a que ya te has olvidado! … ¡Así son los hombres! – ¿Cómo no me voy a acordar?… Si fuí yo quien te llevó por este camino… Está allá, al otro lado, cerca a la acequia, al pie de un molle grande, ¿no es cierto? – ¡Ve!… IYa te has olvidado! … No está cerca de la acequia, sino junto a un sembradío de lechugas… ¿No ves?… ¡Ya te has olvidado! – Bueno, vamos por ahí, para comprobar… Te apuesto que esta donde te digo. – ¡Te apuesto que no! – ¡Te apuesto que sí! – Ya está, ¡apostemos! Pero, sí te gano, ¿qué me pagas? – ¿Yo?… Nada, pues… ¡No apuesto entonces! – Entonces me enojo. – ¡Y, si yo te gano la apuesta? – Pida usted lo que quiera, con tal de que sea en justicia. -Bueno, en justicia, en estricta justicia: que no me vuelva usted donde esa… Cho-la…¿Has oído?… Sí no, no te vuelvo a hablar. – Ya está, pero entonces tu me das un beso. – Todavía veremos si usted, señorcito, cumple su promesa. Amalia, distraída examinando los racimos de la chapapa, se volvíó a ellos y, teñíéndose en seco, sentenció: – Bueno, ché: yo no los he traído aquí para que me estén haciendo tocar violín gratis: ¡No faltaba más! Regresemos. – No hay violín que se tenga. Es que esta Julia me ha hecho una apuesta sobre que esos claveles dobles que tienen ustedes, tan lindos, dice ella que están cerca a la acequia y tenemos que ir a comprobar en el terreno, porque la apuesta es por una suma de valor. – ¡Sí, ustedes ya están con sus cosas de enamorados! … Pero, vamos: por esta vez, les accedo. Les voy a enseñar una flor muy bonita que traje de Chilcara. De que fueron caminando, Amalia se detuvo: – ¡Ah, ya está floreciendo! ¡Miren qué linda! – Está flor se llama en Sucre «Emperatriz» – ilustró Adolfo – y tiene un perfume bien fuerte… Es una flor muy delicada – sonrió. – Sí – repuso Amalia, recogiendo la alusión -. ¡Sí me han contado! – Se río a su vez. Julia quisó saber de lo que se trataba. Adolfo no quiso decírselo. A mucha insistencia de Julia, Amalia, al oído de Julia: LA CHASKAÑAWI 51 – Dicen que cuando una está en su mes y entra a regar esta flor, se seca. La sirvienta traía una bandeja con las brevas prometidas. Adolfo dió un grito de alborozo: – ¡Ahí está! … ¡Ahí está! … ¡Te he ganado! … Los claveles están al borde de la acequia. Opulentos y rozagantes lucían ahí, en efecto, su sedeño matiz rosa. Adolfo aprovechó la circunstancia: – Ahora, es usted la que me paga el valor: ¡Si no, me enojo! Sentáronse bromeando y riendo, a merendar las brevas, a la sombra de la parralera. Un grupo de caballeros y jóvenes, seguidos de algunos artesanos, pasaron delante de ellos, procesionalmente. Iban a la reinstalación del Año Municipal. Don César Álvarez, que había sido elegido Presidente, los encabezaba. Serían como las tres de la tarde. Reyes tertuliaba con Julia y Luisita, sentados en un banco, en la plaza. En otros, estaban las Manrique, Amalia, Matilde y su madre. Contemplaban las «entradas» de los indígenas ribereños. Según usanza tradicional lo hacían bailando “la charca». Por parejas, hombre y mujer, cogidos de las manos, a la altura del talle, con sensual anadeo de caderas y con paso menudo y ritmo, al compás de las notas melancólicas de las flautas, daban vueltas por las aceras que cuadriculan el recinto de la plaza. Había, tradicionalmente, dos pandillas rivales: «los uray-cantus» – los de ribera abajo del pueblo- y los «janaj cantus», ribera arriba. Sudorosos, acezantes, semiebrios, los rebozos de las mujeres a media espalda, pasaban las indias y las imillas y hasta algunas cholitas del pueblo. – Los jóvenes estarán esperando que caiga la noche para agarrarse a la charca -reflexiónó Amalia. – ¡Oh! ¿Acaso esperan eso? – arguyó Elena -. Dentro de un rato los vamos a ver prendidos de una imilla. Es que ahora estarán bebiendo en la casa de la alfereza (devota) -. Y dirigíéndose a Fernando, que se encontraba a su lado: – ¿Y vos por qué milagro estás formal? – Eso me digo – repuso aquél -. Debe ser por «fidelidad» a mi «santa prometida». – ¡Ah! … Yo creí que porque te había «pateado» el trago. En otro banco, Miguel dialogaba con Irene, confidencialmente: -Ha Ilegado «el viejo» -decía ella -. Ahora tenemos que estar formales. Pero, felizmente se – va a ir mañana. – ¡Qué año nuevo más triste! ¿No? – suspiró Elena. ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 52 – Triste para nosotras – observo Amalia – pero alegre para las cholas. – Es, pues, lo que siempre nos pasa – desilusa, sentenció Antonia -. Por eso yo nunca espero en bailes, ni en nada. Atardecía. La plaza «Campero» era un maremágnum de gentío. Indios ebrios, indias, imillas, cholas, cocanis, alborotaban; el bombo asordaba con su monótono tan… Tan… Y las flautas prolongaban su largo gemido; a las fuertes pisadas de los «charqueadores», se levantaba un polvo sucio, atosigante. Reinaba un ambiente de indigenismo, de rusticidad: era el campo, en toda su rudeza, su mal olor, que se había arrojado sobre la villa pretenciosamente ciudadanizada y apenas urbanizada. Las señoritas y los jóvenes decentes que se encontraban sentados en los bancos de la plaza «Campero», eran un lunar -blanco y negro- en medio de las pardas chaquetas de los indios y los rebozos y polleras de rotundo rojo o chillador celeste de las imillas ribereñas. Las sombras de la primanoche comenzaron lentamente a invadir el recinto. Luisita se marchó. Julia y Adolfo conyugalmente se fueron del brazo alegres como dos recién casados. – Ahora tienes que pagarme la apuesta de esta mañana, ¡Julita! – Todavía no es tiempo.. . – ¿Cuándo entonces? – Ya te he dicho: cuando comiences a portarte bien. – No, ahora mismo… Fijate, felizmente, no hay nadie en esta calle… Se habían alejado tres cuadras de la plaza. Ahora torcían por «La Abaroa», donde vivía Julia. – A ver… – propuso ella -. Te voy a someter a una prueba. Esta noche te vas a ir a beber con tus amigos, de seguro. Y para ver si eres cumplido, te espero a las ocho, en la puerta de casa, sin falta. Las flautas continuaban resonando, ahora con un clamor de desesperación. Las indias de las pandillas ribereñas acompañaban con una voz plañidera el gemido prolongado de las «charcas». Escuchando de lejos ambos sonidos se confundían y daban la sensación de un lamento prolongado. Reyes, puntual, en cuanto oyó dar las ocho en la capilla, se encaminó a la casa de Julia. La noche era oscura. Las callejas desiertas. Aguardó un rato, en la esquina. A poco, salíó Julia. Pusiéronse a departir. LA CHASKAÑAWI 53 – ¿Y cuándo estás pensando volver a Sucre? – ¿Yo? … ¡Nunca! … Estoy encantado de la vida en San Javier. – No, en serio, di: ¿cuándo te vas? – Eso, no quiero ni pensarlo. Será en una hora bien negra. ¡Ojalá que nunca llegué! – No bromees, dime en serio: ¿cuándo? – Debiera haber regresado ya. Me falta por rendir un examen de ingreso a quinto, de Licenciado. Pero estoy esperando la llegada de mi hermana Berta, para que nos partamos «La Granja». Los peritos nombrados han sido don Agustín y don Germán. En cuanto llegue mi hermana bajaremos a la finca. Pero esto sera dentro de algún tiempo aún. El esposo de mi hermana no puede dejar sus ocupaciones en Uyuni. ¡Tal vez tenga la suerte de pasar el carnaval aquí! – suspiró, esperanzado. – ¡Ay, ojalá! – suspiró a su vez Julia, esperanzada. Oh, ¡si tú estas aquí, ha de ser lindo el carnaval para mí! ¡Qué tal bailaremos! – ¡Sí, claro! Yo tengo que sacarme el clavo de todos los malos carnavales que he pasado en Sucre. – ¡Allí sí que serán los carnavales hermosos! -Para los que tienen amigas. – Tú, ¿no tienes? – Solamente amigos, los de la Facultad. Amigas, ninguna. ¿Que quieres? … En Sucre las cosas son distintas y con el maldito genio que tengo, yo no he podido intimar con nadie. Por eso, los días de carnaval, son los peores para mí: no salgo ní hasta la puerta de calle. – ¿No bailas entonces? – Me aburro como nunca. Si yo no sé lo que me ha pasado aquí. Me he vuelto un farreador, enamorado y tutti quanti.. . En Sucre, soy un modelo de formalidad: de mi casa a la Facultad y de la Facultad, a pasear con algún amigo: esa ha sido toda mi vida en Sucre. Aquí he cambiado y me explico: como tengo confianza con todo el mundo, todo el mundo me conoce y conoce a mi familia y no tengo el temor de que me presuman, se abre mi corazón y respiro a mis anchas. Por eso, ahora, en cuantito me reciba de abogado, cosa del año que viene, me vengo aquí y me caso con una linda paisanita que se llama Julia. – ¡Eso sí que no lo creo! – ¿Por qué, Juliecita, por qué? Ella, cobrando un tono de efusiva confianza confidencial: – ¿Sabes? ¡Una cosa curiosa! El otro día me he soñado que estaba viajando con un amigo que yo había tenido, muy bueno, muy simpático, y que me quería mucho… Y habíamos estado viajando con él a un país lejano, ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE Bolivia 54 muy lejano, Pero siempre juntos, del brazo, muy unidos, por un vallecito alegre, cuando, de repente, de entre unos matorrales sale un toro furioso y me embiste y tú… No, no tú: el hombre de mi sueño, en vez de defenderme del toro, se va con él y me deja a mí, muerta, en medio del camino… ¿Qué te parece? – ¡Baff! ¡Eso no te has soñado, sino imaginado! … ¡Vaya una bonita ocurrencia! … – ¿Pero es cierto, acaso, que me quieres? – ¡Te adoro! La tomó del talle e intentó robarle un beso. Ella echó el busto atrás, rechazándolo. La repulsa avivó el deseo de Adolfo y la oprimíó más fuertemente aún contra él, bañándole el rostro en besos. Ella no opuso más resistencia.. Reclinó el hombro en el pecho de él como en solicitud de más tiernas y cálidas caricias. Mas, como la situación era comprometida y de rato en rato pasaban algunos transeúntes, gente conocida del pueblo, que los observaban suspicaces, Adolfo pensó que no era prudente prolongar la cita y así se lo advirtió. – No, no quiero que te vayas; quédate un ratito más – en tono tierno rogó ella -. Siquiera porque hoy día es Año Nuevo… ¿Mi mamá?… Que salga, pues, si quiere… ¿Acaso es un delito quererte?… ¡No, no quiero que to vayas! … ¡Aunque tú no me quieras, aunque sé que me estas engañando, yo para eso te quiero! … – y acompañó sus palabras estrechándose mas ternurosamente a Adolfo y reteñíéndolo junto a sus labios cálidos, apasionados y sedientos -. ¡Ay, canallita, cómo te quiero! – hablaba con un sacudimiento emotivo y un balbuceo querelloso como el de esos niiios mimados que piden un dulce o un juguete. – Bueno, si tu quieres, no me voy… Pero, mira: estas cholas que pasan cada momento, observándonos con tanta suspicacia, han de ir a murmurar perversamente de nosotros, especialmente de ti, como acostumbran… – Si quieres irte, vete, pues – repuso ella, sin disimular el enfado lánguido que la iba poseyendo como de quien suelta por fuerza mayor algo que desea retener vivamente para sí…¡Si tú te apuras tanto! … ¡Pero, antes, dame un besito más! Comenzó a surgir la luna e iba tendiendo una ancha faja plateada en Ia calleja. En ese momento, la cocinera se allegó: – Niña Julia, la está llamando su mamá. Dice que qué estará usted haciendo en la puerta de calle; que se entre nomasiá. – ¿Ves?… – suspiró ella -. No me dejan ni estar un momento… Hasta mañana, guaguay, mañana nos veremos en la plaza. Y nostalgiosa, sedienta aún de esa sed que no calman los besos, LA CHASKAÑAWI 55 ingresó en su claustral morada. «Oh, quién pudiera eternizar estos momentos – iba pensando, al marcharse, Adolfo -. Todas las cosas bellas debieran ser eternas… La existencia solo vale por estos minutos de placer, pero, que importa el placer de un minuto, ante el dolor de todos los días?» -Y suspiró a su vez. Las callejas iban llenándose de luna como su corazón de amor, y como un corazón enamorado la noche enjoyándose de estrellas. XII Pocos días des

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *