La Constitución de 1791 y el Nuevo Régimen
En septiembre de 1791 se aprobó al fin el texto de la Constitución, principal finalidad de la Asamblea, y símbolo de la entrada de Francia en el Nuevo Régimen. La Constitución de 1791 es monárquica moderada.
Proclama la soberanía nacional y divide el poder en los tres preconizados por Montesquieu: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Refrenda los derechos ciudadanos, pero limita el ejercicio del sufragio a los «ciudadanos activos», por lo general de acuerdo con su capacidad económica. Curiosamente, la primera ley electoral del Nuevo Régimen es menos democrática que la última del Antiguo, la decretada por Luis XVI para reunir los Estados Generales. Cuando el monarca juró la nueva Constitución fueron muchas las voces que se alzaron para proclamar que la Revolución se había consumado.
La Asamblea Nacional Legislativa y el Doble Poder
Sin embargo, no fue así. No es la primera vez que ocurre un caso semejante en la historia. La revolución acaba siendo desbordada en sus impulsos iniciales por un segundo impulso que la lleva mucho más lejos de lo previsto en un principio. Crane Brinton, en su Anatomía de la revolución, habla de un doble poder: el de aquellos revolucionarios que han accedido a la dirigencia de la cosa pública, y el de aquellos, no menos entusiastas que los primeros, que no han podido acceder, porque no caben todos en el puesto de mando. Unos son dueños de los resortes del Estado; los otros son dueños de la calle.
Los Clubes Políticos: La Voz de la Calle
En Francia, y especialmente en París, el poder de la calle estaba ejercido por los clubes y por las secciones, nombre que se daba a los distritos electorales, en cuya sede se peroraba y se discutía de política. En cuanto a los clubes, la mayoría toman curiosamente el nombre de una orden religiosa, pues se reunían en los antiguos conventos incautados. Así, destacaron:
- Los feuillants o fuldenses: los más moderados.
- Los jacobinos: se convirtieron en una fuerza de choque extremista y bien organizada.
- Los cordeliers o franciscanos: los más radicales, llamados también «enragés» (rabiosos).
- Los girondinos: no llegaron a ser propiamente un club, pero sí un grupo bien caracterizado, partidario de no llegar tan lejos como los jacobinos en las formas de la revolución, pero sí de extender sus máximas al exterior. Como informaba el embajador español, conde de Fernán Núñez, aspiraban a «llevar la Revolución al mundo entero».
De estos clubes salían las consignas, las manifestaciones multitudinarias, los oradores callejeros que hablaban desde tribunas improvisadas. Había algunos, como el ciudadano Barlet, que llevaban su propia tribuna portátil.
Radicalización de la Revolución y la Guerra Exterior
La radicalización de la Revolución comenzó a operarse cuando en junio de 1791 se descubrió un intento de fuga del rey (la fuga de Varennes), que fue detenido y obligado a regresar a París. Luis XVI seguía siendo necesario, a juicio de muchos revolucionarios, pero desde entonces se le vio con desconfianza. Los monárquicos, como Mirabeau, La Fayette, Barnave, Sieyès, comenzaban a verse desbordados por republicanos, como Robespierre, Danton o Marat.
Fueron los girondinos los que impusieron el criterio de la guerra exterior. Esta podría no solo propagar la revolución, sino dar a los franceses un sentimiento popular-patriótico: por primera vez no iban a defender a su rey, sino a su patria, y la guerra podría unir en un solo haz a tantos grupos dispersos. Las potencias europeas, especialmente Austria, Prusia y Rusia, habían visto la revolución francesa con más satisfacción que recelo, pues parecía debilitar a su más poderoso enemigo, Francia. Se dieron cuenta un poco tarde de su error. El 20 de abril de 1792, Luis XVI, contra su voluntad, declaraba la guerra a Austria.
Sin embargo, a los revolucionarios radicales les convenía que la lucha comenzara con derrotas, para justificar la toma de medidas extremas, que de otra forma no hubiera sido posible adoptar en un supuesto régimen de libertades. Y esto fue, efectivamente, lo que sucedió, cuando los prusianos se adelantaron a los austriacos y comenzaron la invasión de Francia. «Sin la guerra no hubiera habido terror, y sin terror nada de anticipaciones socializantes ni de victoria revolucionaria» (Godechot). Por otra parte, estas derrotas desacreditaron a los girondinos y fueron dando cada vez más influencia a los jacobinos.
El Asalto a las Tullerías y el Nacimiento de la República
En agosto de 1792, uno de los generales del ejército invasor, el duque de Brunswick, redactó un imprudente manifiesto, amenazando pasar a cuchillo a los parisinos si se resistían o maltrataban a su rey. La amenaza era por entonces todavía muy lejana, pero sirvió para crear una conciencia de «gato acorralado» muy útil a los radicales. El 10 de agosto, los grupos más revolucionarios asaltaban el palacio de las Tullerías y tomaban preso a Luis XVI, que sería meses más tarde ejecutado. Se proclamó la República, y la Revolución se vio abocada de pronto a extremos imprevistos en un principio. Al mismo tiempo, la inesperada victoria de Valmy salvaba tanto a Francia como a la Revolución.