La Persona Humana: Dignidad y Trascendencia en la Antropología Filosófica de Millán-Puelles


Introducción

Hegel dijo que pensar filosóficamente es pensar a Dios. Kant dijo que pensar filosóficamente es preguntarse por el hombre. Ambas aserciones son verdaderas, pero necesitan completarse recíprocamente. Pensar a Dios, filosóficamente, no puede hacerse sin verlo como causa creadora, como presente del ser finito y del ser humano. Y pensar filosóficamente sobre el hombre no puede obviar el hecho de que este está abierto a una realidad que le transciende y a un sentido que desborda su mera supervivencia biológica. En definitiva, la Filosofía Primera (Aristóteles) consiste en pensar a Dios desde el hombre y al hombre desde Dios.

Pensar filosóficamente hace pensar en el ser finito e infinito, en cuanto ser, en cuanto realidad. Como dice Antonio Millán-Puelles: “La Filosofía toda está en todo, y todo en cada una de sus partes, como dice Aristóteles del alma”. Por esta razón, en primer lugar, trataré de trazar un panorama global del pensamiento filosófico de Millán-Puelles, dentro del cual la antropología metafísica se integra plenamente con la ética y la teología filosófica. Posteriormente, intentaré esbozar dos nociones que ilustran la profunda coherencia de sus reflexiones: la dignidad de la persona humana (el hombre visto desde Dios) y su trascendencia (Dios visto desde el hombre).

2. La Dignidad de la Persona

El concepto de dignidad de la persona humana ha sido objeto de atención filosófica. Millán-Puelles distingue dos tipos de dignidad que es frecuente confundir si no se matiza: una dignidad ontológica o natural, que deriva de su índole de persona y, por tanto, de su ser capaz de tener iniciativa sobre sí mismo y sobre el mundo circundante. Y una dignidad moral, que depende del uso que se haga de la libertad. No puede negarse que hay una dignidad humana adquirida, que depende del uso que cada uno haga de la libertad o, más concretamente, del valor moral de sus acciones. Pero esa dignidad moral presupone otra dignidad innata, que ni se obtiene ni se pierde obrando. Esta puede designarse con el nombre de ontológica, por tanto, deriva del tipo de ente o realidad que la persona es. Dicho de otro modo, cabe ser buena o mala persona en sentido moral, pero siempre sobre la base de que se es persona, lo cual tiene un valor peculiar que, a su vez, se enriquece con el valor propio de una conducta que reafirma que no es un efecto de ser una buena persona, ni un defecto de ser una mala. La dignidad ontológica de la persona no depende de su catadura moral: solo cabe que se halle mejor o peor reflejada en ella.

“Dignidad” significa que es estimable por sí mismo. Es como las proposiciones en el ámbito de la lógica que no son derivables ni necesitan ser “puestas” por otras porque por sí mismas son evidentes, están ahí, sin más.

2.1. La Dignidad como Valor Intrínseco: Diálogo con Kant y Otros

Esta consideración ayuda a comprender qué es la dignidad de la persona humana. Millán-Puelles reconoce uno de los puntos más valiosos del pensamiento práctico kantiano, pero también sus insuficiencias básicas. Pues Kant dice que la dignidad significa valor intrínseco. Lo que tiene dignidad la posee en sí mismo, y ello no depende de ninguna voluntad: es un valor que no consiste nunca en la valoración que se hace de ello desde fuera. En Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant distingue entre dignidad y precio (valor intrínseco y valoración extrínseca). El precio es la valoración que se hace de algo, y no cabe duda que aplicado a las realidades no personales eso tiene sentido. Hildebrand también hace alusión a la diferencia entre la realidad que es valiosa en sí misma (persona) y la realidad que es valiosa porque lo es para las personas. A su vez, Max Scheler dice que el portador de los valores por antonomasia es la persona. En resumen, por un lado estarían las realidades valiosas por sí mismas y, por otro, las realidades que son valiosas porque lo son para la persona. En este último sector se sitúan las realidades no personales, lo que general e impropiamente llamamos “cosas”.

Las realidades no personales son para las personas valiosas en la medida en que son valoradas o apreciadas por las personas. Por el contrario, la persona no tiene precio, es “inapreciable”. Lo que no quiere decir que no pueda ser apreciada o despreciada, sino que no recibirá ningún indicio de su valor, este radica en ella.

Podemos poner precio a cualquier realidad, excepto a la persona. Es la idea básica del mercado, el cual funciona con la oferta y demanda: las cosas valen o tienen un precio que consiste en la apreciación que se hace de ellas. Kant dice: la persona es una realidad extra commercium, radicalmente ajena al intercambio mercantil; no se puede comprar ni vender.

Una cosa es el sistema de mercado para la organización de la economía, y otra la mentalidad cultural mercantilista, que tiende a hacernos ver a la persona más por lo que tiene, hace o aporta que por lo que es, reduciéndola así a pura mercancía.

2.2. Ámbitos de Valoración de la Persona

Existen otros ámbitos (ethos) donde las personas pueden ser valoradas con independencia de esos criterios. La amistad es capaz de generar relaciones interpersonales profundamente éticas, en las cuales los criterios mercantiles (sin ser quizá completamente ajenos) están supeditados a otros, son secundarios. La beneficencia es esencial en la amistad, pero igualmente lo es la benevolencia, la confidencia y la comunicación interpersonal. La amistad no puede reducirse a una inversión interesada o a un intercambio de bienes y servicios. Hace falta querer bien a los amigos y tener confianza en ellos. Por su parte, el ámbito donde de manera primaria se reconoce y acoge a la persona por lo que es, lo constituye la familia.

Hay que salvaguardar esas relaciones éticas primarias donde la persona es valorada por lo que es, y no por lo que tiene o aporta. Será la referencia sociocultural básica para el significado de dignidad humana. Kant se refiere al valor de la persona como: sagrado. Significa lo contrario de profano, que es lo que se usa, se intercambia y pasa de mano en mano, mientras que lo sagrado no se manosea. En este sentido, Kant distingue dos actitudes básicas en relación a las personas y a las realidades no personales. La conducta apropiada con las personas es el respeto, mientras que la relación propia con las realidades no personales es la inclinación. Todo lo que se toca es mercantilizable, tiene precio, pero en lo que tiene precio no cabe encontrar la índole de lo sagrado. La persona es algo sagrado y suscita en nosotros la obligación absoluta de respetarla como un fin en sí mismo.

La imposibilidad de mercantilizar a la persona es, ciertamente, una “imposibilidad” moral: la respectiva al imperativo categórico, que prescribe que nunca debe ser tratada la persona como un mero medio. “El imperativo práctico: Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio.” Sin excluir la práctica de que una persona sirva a otra, sino de que la persona quede reducida a la condición de siervo, de algo útil. Lo que Kant rechaza aquí es que una persona pueda ser reducida a la condición de instrumento. De esta forma se pone de relieve el carácter radicalmente indisponible del ser humano y la índole incondicionada del mandato absoluto de respetarlo siempre, cualquiera que sea su situación en la vida, el uso que haga de su libertad, o incluso el estado patológico en el que eventualmente pueda encontrarse.

Müller se pregunta por los criterios para valorar la vida humana en una situación de debilidad e indigencia extrema, y concluye diciendo: su valor incondicionado no se halla racionalmente fundado, sino que el reconocimiento de ese valor incondicionado es lo que constituye precisamente el fundamento de toda valoración ética y medida de su rectitud. Por ejemplo, frente a la actual situación del llamado DEBATE BIOÉTICO, en el que ha periclitado el “tabú” de la sacralidad de la vida humana, Müller considera la actitud de quien “ingenuamente” entiende que la prohibición absoluta de matar al inocente continúa en vigor. Este individuo, hombre prudente y sensato para quien dar muerte a un inocente siempre es rechazable, se encuentra no obstante en apuros para fundamentar argumentalmente por qué la vida humana es “sagrada” y, por tanto, resulta indisponible. Müller convierte esto en una poderosa fuerza contra la relativización de la prohibición de matar, ya que el interés por una justificación no constituye más que una artimaña intelectual hacia el hombre. La “sacralidad” o, más concretamente, el valor incondicional de la vida humana, no es argumentable. Quien niegue esa indisponibilidad, lo que hace es fundamentar que la vida humana tenga un valor solo condicional y relativo, que permita, dado el caso, matar a alguien.

3. El Fundamento Teocéntrico de la Dignidad Humana

Para discutir hay que partir de algo indiscutido. Donde todo es discutible, en último término nada lo es. Y el principio fundamental de toda discusión es que un individuo de la especie humana, desde el momento en que empieza a ser hasta que deja de ser un ejemplar vivo de ella, merece un respeto incondicional porque posee un valor absoluto.

¿CÓMO UN SER NO ABSOLUTO COMO ES EL HOMBRE PUEDE MERECER UN RESPETO ABSOLUTO?

3.1. Crítica al Fundamento Kantiano

Los presupuestos teóricos del kantismo hacen imposible fundamentar la atribución a la persona humana de ese valor intrínseco que conocemos como dignidad. Es decir, el planteamiento kantiano explica el qué de la dignidad humana; suministra cierta claridad para entenderla, pero no para justificar por qué esa dignidad hay que predicarla del ser humano y no de cualquier otro ente. En efecto, la razón de la excelencia o carácter sobresaliente del ser humano respecto a otros seres vivos biológicamente (el Homo sapiens sapiens) es necesaria, pero es necesaria una fundamentación metafísica, dado que el concepto de “dignidad humana” también lo es. La eminencia del ser humano reside en su “ser”, en que ser persona humana es más que cualquier otro ser, y esto hay que justificarlo filosóficamente.

El planteamiento kantiano resulta inepto para una justificación de tal naturaleza. Pues Kant considera que la metafísica no es verdaderamente ciencia, es decir, no aporta realmente conocimiento de objeto alguno: “solo preguntas sin respuestas racionalmente posibles”.

La conciencia del valor absoluto de la realidad humana no es la conciencia de que el ser humano sea un ser absoluto —que no lo es— sino la de que ha sido querido por sí mismo, y requerido, por el Ser absoluto, que de esa manera existe. La fundamentación de la dignidad humana, o es metafísica o no lo es. “La dignidad de la persona humana es un trasunto de la dignidad humana, de su origen”. Si no se llega hasta aquí, la afirmación de dignidad humana, cuando la hace el hombre, será un acto de puro narcisismo. No lo es porque el hombre, cuando reconoce su propia dignidad, rinde homenaje a Aquel de quien es imagen y semejanza. “Si la presunta dignidad del hombre es tan solo el emblema de una arrogancia que se nutre de su propia afirmación, todo podría quedar en un puro y simple gesto megalómano. Por el contrario, si se trata de algo cuyo origen rebasa nuestro ser y que se funda, por tanto, en un principio ontológicamente sobrehumano, el concepto en cuestión sale del círculo de nuestra mismidad y, en vez de mirarse en ella como en su propio espejo, apunta hacia el “original” del que el valor específico del hombre [procede].

La fundamentación ontológica de esta dignidad de la persona beneficiará también a los “derechos humanos”, lo cual respalda y suministra ciertas concreciones prácticas. El respeto por la persona no puede quedarse en un “gesto megalómano”. Pero, en el fondo, solo tendrá fuerza para vincular las conductas humanas si la dignidad metafísica, así como sus respectivas concreciones jurídico-positivas, traducen fielmente la exigencia básica del homenaje que ante todo se debe a Dios Creador. De lo contrario, la justificación de los derechos humanos queda en una situación de máxima fragilidad.

Hay evidencias históricas de que los derechos humanos sufren impunemente violaciones y excepciones, y pueden ser manipulados según la conveniencia política del hombre. No hay razón sólida para considerar los derechos humanos dotados de una validez absoluta si estos no se fundan en el derecho que Dios merece ser respetado en lo que ha hecho al crear al hombre.

3.2. La Religiosidad y la Relación Trascendental

Quedará confundido el sentido de una fundamentación metafísica —radicalmente teocéntrica— de la dignidad humana si se la interpretara en términos religiosos. El discurso filosófico sobre Dios es una parte esencial del discurso metafísico. Tanto M. Heidegger como Aristóteles afirman que el tema de la Filosofía Primera es el ente en cuanto ente y su causa primera o Dios.

La religiosidad entra en el terreno ético y se constituye como la respuesta inteligente y libre a un acontecimiento que le es previo: una religación ontológica que se establece por el acto creador, por una llamada al ser. En dicha religación se establece el fundamento del deber religioso, pero este no puede preceder a aquella, que ontológicamente posee el carácter propio de la relación trascendental. Y, a diferencia de la predicamental, no se inhibe en un sujeto distinto como un añadido eventual suyo, sino que le constituye como radicalmente orientado o dependiente de otro.

Puede decirse que el ser de la criatura consiste en su ser-criatura, con independencia de que así lo reconozca y admita concretamente la criatura personal. Si lo reconoce, estamos ante el Homo Religiosus; en caso contrario, ante el irreligioso. Pero aun así no se desligar al hombre de su ser-criatura. (Nada ni nadie se da a sí mismo el ser, ni siquiera Dios, que no lo recibe sino que lo es por esencia). La tentación primordial estriba en que la criatura racional, alucinada por su semejanza divina, olvide su ser-criatura: “Se os abrirán los ojos y seréis como Dios”. Si el hombre es su haber sido llamado por Dios al ser, y en esa vocación ontológica está incluido un plan, contradecir ese plan es contradecir el propio ser. En consecuencia, el pecado dificulta que el hombre perciba su propia realidad como criatura y también su limitación. Pero nada creado puede concebirse sin esta religación ontológica, sin su fundamental orientación a Dios Creador.

4. Trascendencia de la Persona

Las actividades de entender y querer constituyen a la persona como un yo, como un sujeto vertido hacia sí mismo y hacia fuera. La introversión se revela como una dimensión específicamente personal, donde el sujeto es capaz de tener una relación consigo mismo, que generalmente entendemos como intimidad o vida interior. El sujeto personal es apto para hacerse cargo de sí intelectualmente y quererse. Esto es justamente el carácter autotemático.

Ahora bien, según tesis clásica, en el caso de la persona humana ninguna de estas dos operaciones sería posible sin que el sujeto pudiese también hacerse cargo de lo-otro-que-sí en la doble forma del objetivar intelectivo y volitivo. Para la persona humana no hay, en expresión de Millán-Puelles, tautología sin heterología. No es posible volver sobre sí mismo sin un previo haber salido de sí. La introversión se complementa con la extraversión: el ser personal no puede replegarse sobre sí si no lo hace desde un originario e intencional verterse más allá de sí.

La capacidad de entender y de querer hacen posible que la persona humana esté abierta a la totalidad de lo real, bien en la forma de lo fundamentalmente verdadero, o bien en la de lo en principio bueno.

4.1. Trascendencia Cognoscitiva

Millán-Puelles explica la trascendentalidad del sujeto cognoscente en el acto de conocer así: “La conformación del entendimiento con la cosa entendida no es un simple ‘parecido’ más o menos relevante. Se trata de algo mucho más profundo. Lo que se pretende expresar con este término es que el entendimiento, cuando su acto goza de la prioridad de la verdad, adquiere la misma forma que la cosa entendida tiene ya en sí propia. Trátase, pues, de una identificación, por cuya virtud lo entendido y el entendimiento se hacen ‘intencionalmente’ (…) una misma cosa; lo cual supone que el entendimiento no está preso en un único modo de ser, sino que puede hacerse, mediante las intelecciones respectivas, lo que las diferentes cosas inteligibles son. De esta suerte, las diversas formas o maneras de ser no solo informan a las entidades extramentales, sino que pueden hacerse presentes al entendimiento que las conoce; siendo indispensable para ello que este posea una especial capacidad entitativa que le permita ‘salir’ de sí hacia cualquier otro ser”.

Tomás de Aquino propone que al conocer, el sujeto asimila o hace suyo lo conocido, produciéndose una identificación intencional entre la forma de lo conocido, en tanto que conocido, con la forma del cognoscente, en tanto que tal. Dicho exactamente, la forma que determina la manera en la realidad extramental, ella misma pasa también a informar, aunque de otro modo (inmaterialmente), el entendimiento pasivo. Al conocer no se le arrebata la forma a lo conocido, pero todo conocer es “informarse”.

Es importante subrayar ese “de otro modo (inmaterialmente)”, puesto que solo así se entiende el conocimiento como algo real. Conocer realmente es conocer la realidad de lo conocido. Según Millán-Puelles, “el cognoscente no posee lo conocido como la materia su forma. De ello resulta que el conocimiento puede darse como la posesión de una forma ajena en cuanto ajena. Santo Tomás de Aquino sostiene la diferencia entre el ser cognoscente y el no-cognoscente en que mientras que este no puede poseer más forma que la suya, el primero puede tener también la forma de otra cosa. Ejemplo: lo propio de los seres cognoscentes no es la capacidad de tener ‘otra forma’, sino la de tener la forma de ‘otra cosa’ y de este modo devenir lo otro en tanto que otro… Si el cognoscente tiene de una manera inmaterial lo conocido, la forma que de otra cosa posee no la posee como propia, sino como ‘ajena’. Así, pues, poseer lo ajeno como ajeno y poseerlo de modo inmaterial serían, en resolución, lo mismo.

En efecto, el alma humana es, de alguna manera, todas las cosas, porque todas las puede conocer. Eso no quiere decir, obviamente, que las conozca de hecho todas, pero sí que no hay ninguna realidad que, a título precisamente de real, de ente, no pueda considerarse incognoscible, o bien que el entendimiento humano resulte esencialmente inepto para captarla.

Esta condición de lo inteligible es uno de los aspectos trascendentales del ser. Según Millán-Puelles, “la verdad calificada de ontológica es, digámoslo así, la inversa de la verdad lógica. No es, en ningún sentido, la verdad que al logos se atribuye cuando este concuerda con el ente que por él es juzgado, sino la conformidad o concordancia que a todo ente conviene por su radical aptitud para ser bien captado por el logos. En términos negativos sería preciso y útil advertir que verdad ontológica es la no-oscuridad del ente en tanto que ente, el no-estar cerrado, en principio, al poder de la intelección, el no-ser un obstáculo para que este poder se ejerza. Pero en términos positivos es aún más, y mejor, lo que puede y debe decirse de la verdad ontológica; esta verdad es en cada uno de los entes su constitutiva apertura al ser propio del logos, su capacidad de iluminador: en una palabra, su inteligibilidad. Y de este modo es bien claro que la verdad ontológica es una propiedad trascendental, y así el concepto del ente como lo inteligible es la expresión de un atributo necesario para todo lo que de suyo tiene ser y cabalmente en tanto lo posee.

Puede que algún tipo de realidad resulte difícil de entender. Pero lo que tiene de real lo tiene de inteligible. Todo ser es dejarse conocer, y la relativa dificultad u oscuridad que alguna concreta res pueda presentar es un reto, una invitación a ser explorada por el intelecto humano.

4.2. Trascendencia Volitiva y el Amor

Todavía mejor se percibe la trascendencia del ser personal en la intencionalidad oréctica. “Al querer algo ajeno, la subjetividad es más trascendente que al conocerlo, porque su quererlo no es su ser-el-en-mí, sino mi ser-yo-hacia-él”. En el acto de querer, más que asimilar un objeto, es el sujeto el que se asimila a un objeto. Al querer, en efecto, la subjetividad “sale de sí misma”. Esta tensión extática o centrífuga de la subjetividad se vive en la forma de que, a diferencia del “hacer suyo” lo conocido, al quererlo la subjetividad “se hace suya”, es decir, se expropia de sí misma para orientarse a lo querido.

La capacidad de trascenderse a sí misma, propia de la subjetividad humana, se cumple en la relación con lo-otro-que-sí en las maneras de asimilarlo o de asimilarse a él. En el amor se vive la experiencia del trascenderse. El amor, afirma Millán-Puelles, “es la forma interpersonal de la libertad: el nivel del encuentro de un ‘para sí’ con otro y, consiguientemente, la fusión en la que un ‘desde sí’ se autotrasciende, en máxima libertad, queriendo la libertad de otra persona. Lo que equivale a afirmar que en el amor no se pierde ni la iniciativa ni la autonomía personales, sino que ambas se solidarizan libremente con alguna otra persona en libertad.

Según su modo de ser persona, cabe afirmar que el yo no puede hacerse cargo de sí mismo si no es en relación dialógica con un no-yo que a su vez es otro yo: el tú. La trascendencia de la persona, por tanto, ha de leerse no solo en relación a lo otro sino también a los otros. Dicha trascendencia quedaría esencialmente mutilada si se excluye la referencia al otro, al Ser absoluto y absolutamente trascendente que, con todo, ha tenido la amorosa iniciativa de crear otros seres personales.

5. La Libertad Trascendental

Inmanencia y trascendencia son dimensiones complementarias del yo. Y lo son hasta tal punto que la trascendencia puede encontrarse en el análisis de su específica inmanencia. A. Llano señala que “los únicos seres capaces de trascender son aquellos que tienen operaciones inmanentes”. Hay que diferenciar las dos principales vertientes del problema de la trascendencia: la ontológica y la gnoseológica. La cuestión de la trascendencia gnoseológica se refiere al problema de si es posible conocer realidades distintas a las de nuestra propia conciencia y sus representaciones; lo trascendente es aquí lo extrasubjetivo. La trascendencia ontológica, por su parte, apunta al tema de la existencia de realidades que superen los datos fácticos de la experiencia empírica y, sobre todo, a la existencia de Dios como Ser absoluto trascendente; lo trascendente es aquí lo supramundano. Ambas cuestiones están íntimamente ligadas, aunque esta conexión admita modalidades muy diversas. En último término, el rechazo de la trascendencia gnoseológica cierra el camino hacia la admisión de una auténtica trascendencia ontológica.

En definitiva, la subjetividad humana es incomprensible solo desde ella misma; el ser de la subjetividad finita no es endógeno ni endogámico; únicamente puede explicarse en su particular dinamismo en relación intencional con el no-yo, con el otro-que-sí, a lo que da alcance conociéndolo o queriéndolo.

5.1. El Ser Personal como Apertura Infinita

Consecuencia de todo ello es que el hombre es susceptible de un crecimiento como persona: siempre puede ser más, puesto que siempre puede conocer y querer más y mejor aquello que conoce y quiere. En la medida en que es un yo no está encerrado en los estrechos límites de su ser físico. El ser personal es lo que no se muestra: su intimidad, que siempre es cierta opacidad. La peculiar relación que mantiene consigo misma una persona es expresada solo hasta cierto punto; solo pueden ser vividas por ella misma.

Por otro lado, parte de la realidad de la persona humana consiste en lo que aspira a ser. Somos lo que somos de hecho, pero en buena medida somos también aquello a lo que aspiramos ser, y se nos puede caracterizar mejor por nuestros deseos, proyectos, ideales, etc., que por nuestras efectivas realizaciones. Una persona es mucho más de lo que es. Millán-Puelles explica que lo irreal forma parte de la realidad de lo que somos: “No, desde luego, ese modo de irrealidad que es lo futuro, sino la actividad de anticiparlo en la imaginación, tiene el valor de un efectivo ingrediente de nuestro ser, pero sin la presencia irreal, pura y simplemente intencional, de lo futuro en la efectiva realidad de nuestra vida, no sería esta lo que en efecto es”.

Todo esto implica el ser personal, una capacidad de salir de sí que es infinita (“libertad trascendental”, Heidegger). Esta plasticidad muestra que el hombre es un ser abierto: su naturaleza racional le suministra una esencial aptitud para la extraversión. “El hombre, bien lejos de hallarse atado ni tan siquiera a sí mismo, está abierto en principio a todo ente. Esta misma idea puede expresarse diciendo que ‘no es humano interesarse solo por lo humano‘.

6. Distinctum Subsistens Respectivum

Tres aspectos de la capacidad de trascendencia según Juan Pablo II:

  • la superioridad del espíritu sobre la materia,
  • de la ética sobre la técnica y
  • del ser sobre el tener.

Ahora se manifiesta de manera diversa lo mismo: la excelencia de la realidad personal respecto de la impersonal.

6.1. La Persona como ‘Algo’ y ‘Alguien’

Lo primero que hace falta para ser alguien es ser algo; es una nota característica de todo ser, aquella que en cada ente hace explícita su distinción de los demás entes, de la misma manera que su índole “real” expresa su distinción de la nada, y el carácter de “uno” su intrínseca indivisión.

La mejor definición metafísica de persona es la de Boecio, que subraya lo que se acaba de indicar: la sustancia es a la que en primer término corresponde el carácter “ente” y, por tanto, también aquellos aspectos o propiedades convertibles con él, entre los que se encuentra la aliquidad.

Por el contrario, la distinción entre algo y alguien carece de sentido metafísico pero no de sentido ético. Kant lee la segunda fórmula del imperativo categórico: “Los seres cuya existencia descansa no en nuestra voluntad, ciertamente, sino en la naturaleza, tienen sin embargo, si son seres irracionales, solamente un valor relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales se denominan personas, porque su naturaleza ya los distingue como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede lícitamente ser usado meramente como medio, y por tanto, en esa medida, restringe todo arbitrio.

Con todo, no supone ningún desdoro para la persona atribuirle el carácter de aliquid. En relación con la constatación metafísica del tipo de realidad en que la persona se incluye, que es el de la sustancia individual de naturaleza racional y que le constituye, en primer término, como individuo y, en segundo, como constitutivamente relativo y relacionado, así, con lo otro y con los otros en el sentido del Mitsein heideggeriano.

Hay que señalar igualmente la exageración en la que se incurre al denostar, a favor del de “personas”, el concepto de “individuo”. Y, desde luego, hay que poner de relieve el abuso que esto entraña si se tiene en cuenta el estricto sentido filosófico de ambas nociones. La trascendencia solo le es posible al individuo de naturaleza racional y, como se ha comentado, justamente en la medida en que mantiene una peculiar relación consigo mismo, la propia de la intimidad o vida subjetiva. Para nada implica esto algo así como una actitud insolidaria o individualista.

6.2. Individualidad y Solidaridad

Para ser individualista hace falta ser un individuo, y además individuo de naturaleza racional, pero ni mucho menos ser individuo es ser individualista. Cierto que esta conducta no sería posible si la persona humana no fuese en realidad un individuo y, justamente, un individuo subsistente; pero ni el concepto de persona se reduce al concepto de la persona humana, ni el del individuo subsistente se identifica con el del individuo insolidario, antisocial o egoísta. No todo individuo subsistente puede ser individualista. Para que la conducta insolidaria sea posible, hace falta que quien la ejerce esté dotado de naturaleza racional y que haga un uso indebido del poder que esta naturaleza le confiere. La insolidaridad no es un efecto de la individualidad del ser humano, ni tampoco de la conciencia que este tiene de su insustituible intimidad.

Ser individuo de naturaleza racional (persona) implica, en su propia estructura ontológica, una radical solidaridad y respectividad; antes que un valor moral, social o político, la solidaridad es una dimensión estructural de lo que somos. Pero para poder relacionarse, primero hace falta ser individuo, y para que una relación sea real es necesario que se dé entre términos reales y realmente distintos, a saber, cada uno de ellos respecto al otro; si no, no habría relación.

Fuera del caso de Dios, en quien la personalidad es estricta relación trascendental, en la persona humana la relacionalidad no puede ir contra la individualidad sin caer en posturas colectivistas que acaban deprimiendo la dignidad de la persona real, es decir, individual. De la relación dialógica entre el “yo” surge el “nosotros”, la comunidad, pero que solo es real cuando es una prolongación y una expansión del yo, no una abstracción a la que se le ha amputado el yo individual.

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