Reflexiones de un Sábado Lluvioso: La Transición de Estudiante a Licenciada


Sábado por la tarde. Llueve. Faltan menos de dos semanas para recibirme y me duele la panza de solo escribir esa frase, como si cada letra me empujara un paso más cerca de un precipicio del que todavía no sé si quiero saltar. Sé que puedo sonar cliché, pero la emoción mezclada con nostalgia me sale por los poros. Un hormigueo cálido que me sube desde los tobillos, trepa por la parte trasera de mis gemelos y se instala detrás de los codos. Siempre fui de sentir demasiado, y explicarlo sin parecer exagerada fue toda la vida un desafío. Hoy, por primera vez, creo que no necesito explicarlo; simplemente pasa.

Estoy tirada en la cama, con la ventana abierta de par en par mientras el ruido blanco y murmullo suave pero constante de la lluvia cae al piso y baja por las hojas. Si alguien me sacara una foto desde la puerta, podría parecer un poema coreografiado. La habitación oliendo a pasto mojado, yo envuelta en las sábanas como si fueran un capullo tibio, escribiendo, sin haberlo planificado, una de las cosas más importantes de mi carrera. Dicen que poner en palabras lo que uno siente es terapéutico; quizá necesitaba cruzarme con esta materia justo ahora. Al final, mi profesor Enzo nos hizo un favor con esta consigna: escribir una crónica que cuente una historia.

Siento la manta más pesada que mi cuerpo. O tal vez mi cuerpo pesa menos ahora que estoy tan cerca de recibirme. Me seco la cara con la manga del buzo. No estoy secando ni tristeza ni alegría, sino algo más confuso: una mezcla de alivio tembloroso y vértigo lento, de esos que te agarran en la panza cuando la montaña rusa cae a toda velocidad. Acá no hay montaña rusa, pero el impacto es igual.

Pienso en que, en una crónica, la subjetividad no es un problema, es la herramienta. Y ahí me río sola. Qué ironía: estoy llena de subjetividad hasta el borde y ni siquiera sé por dónde vaciarme.

Toda crónica tiene un conflicto. Y creo que el mío es justamente este: me estoy recibiendo. Nunca imaginé que una buena noticia pudiera tensionar tanto. Por un lado, me convierto en licenciada, una palabra que siento como un traje un talle más grande. Por el otro, dejo atrás cinco años de pasillos que me convirtieron en quien soy, me llenaron de amigos y me devolvieron cierta ingenuidad que extrañaba cuando el trabajo asfixiaba y me recordaba lo que implica ser un adulto.

Y, no menos importante, dejo atrás la cuota que me hacía temblar la billetera todos los meses, esas cuotas con el peso específico de diez ladrillos.

Escucho un trueno a lo lejos. La vibración se mete por el vidrio y me roza la columna. Cierro los ojos. Me digo que tengo que seguir escribiendo la crónica. Que este es el trabajo final. Que no hay más margen para patear. Que la lluvia, si quiere, puede acompañar, pero no excusar.

Agarro la computadora.

Escribo: “Sábado por la tarde. Llueve.”

Y me agarra un orgullo estudiantil medio tonto, pero inevitable, que me lleva directo a mi primer día de Taller de Narrativas: empezar mostrando, como nos enseñaron, no diciendo.

Mostrar el clima antes que la emoción.

Mostrar la escena antes que la interpretación.

Primero imagen, después pensamiento.

“Primero se muestra, después se dice”, repite mi cabeza como si una versión miniatura de Enzo se hubiera instalado entre mis neuronas.

Vuelvo a mirar por la ventana. Una gota enorme resbala lenta, tan lenta que parece que el tiempo se estirara mientras escribo. Cuando cae, arrastra dos gotas más chicas, como hijos obedientes. Y ahí, sin querer, me acuerdo de Walsh. De ese modo en que podía fijar un detalle mínimo para después partirte la cabeza con una revelación. De cómo en “Esa mujer” la historia es también la búsqueda de un lugar donde decir lo indecible. La crónica como territorio incómodo. Como espejo torcido.

Pienso: ¿y cuál sería mi indecible? Tal vez admitir que recibirse da miedo. Que crecer da miedo. Que dejar de ser estudiante, esa identidad blanda, maleable, con olor a adrenalina, implica empezar a ser algo que todavía no sé cómo habitar.

Toda crónica tiene un momento de arqueología personal. Empiezo a escarbar. Me veo en 2021, entrando a UADE con barbijo, ilusiones y un miedo social tan grande que parecía un escudo frente a un edificio que entonces se me hacía gigante, imponente, lleno de sueños que todavía no sabía nombrar. Me veo hace apenas cuatro meses, escuchando por primera vez qué era una crónica: un relato híbrido, mitad literatura, mitad periodismo, siempre atravesado por la mirada personal.

Tomo un sorbo de café. Ese olor cálido me acompañó estos últimos años. Y ese simple gesto me despierta otra idea: las imágenes sensoriales. Lo táctil, lo visual, lo olfativo. Lo que hace que el lector no solo lea sino que entre, camine, respire lo mismo que yo.

Enzo insistía: “No digan que algo es lindo. Muéstrenlo lindo. No digan que algo duele. Construyan el dolor.”

Debo admitir que estas clases me volvieron un poco más presente, más atenta a los detalles y al hoy. En tiempos donde todo es efímero, creo que este es el mejor aprendizaje que me llevo: pausar.

Me doy cuenta de que estoy sudando un poco. No por calor —la habitación está fría—, sino por esa mezcla rara entre ansiedad y concentración. Ese sudor fino que aparece cuando una está por decir algo demasiado verdadero. Y aparece el otro conflicto. No es solo recibirme: es tener que narrarme, exponerme, ordenarme.

La crónica, dijo Carrión, es un debate entre lo que pasó, lo que uno cree que pasó, lo que quisiera haber contado y lo que efectivamente decide escribir. Un pacto entre memoria y ficción verdadera.

Y yo, que siempre quise controlarlo todo, ahora tengo que soltar.

La lluvia cambia de ritmo. Ya no cae pareja; ahora cae intermitente, con huecos entre un chorro y el siguiente, como si el cielo respirara y me invitara a hacer lo mismo. En ese intervalo, el silencio se llena de cantos de pájaros a lo lejos. Es hipnótico.

En ese silencio raro que queda cuando la lluvia afloja, mi cabeza hace lo de siempre: mezcla lo que siento con lo que estudié. De repente me acuerdo de los solecismos, esos errores que desacomodan una frase: anacolutos, ideas que empiezan en un lado y terminan en otro, cortes bruscos.

Y pienso que yo estoy un poco así.

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